lunes, 26 de junio de 2017

Un temporal en una taza de té

(De mi libro Mientras duren los libros)

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Suena el timbre del recreo. Es una mañana de cualquier día de 1981, en cualquiera de las escuelas donde trabajo. Estamos en dictadura y la literatura, como otras cosas en el país, está rigurosamente vigilada. Salgo  del aula con una bolsa llena de libros colgada del hombro. Los pasillos se llenan de alumnos, de voces, de gritos. Paso por delante del despacho de la directora que hace que lee unas planillas, pero vigila detrás de sus anteojos. Sonrío. Su trabajo es vigilar. El mío, el de no levantar sospechas. Llevo conmigo a unos tipos impresentables que no serían de su agrado y que -si los descubriera- serían invitados a abandonar el establecimiento inmediatamente.

Uno, por ejemplo, es un loco que, de tanto leer libros de caballería se cree un caballero andante,  confunde molinos con gigantes y anda liberando galeotes. Otro se despierta convertido en insecto con el vientre abombado y parduzco, moviendo las patas sobre el cobertor. Va también Long John Silver, el Largo, un marinero aparentemente trabajador y honrado que es, en verdad, un pirata feroz al que le falta una pierna y lleva un loro posado en su hombro. También llevo a dos gauchos que se exilian -uno de ellos ha roto la guitarra y  tiene dos lagrimones que le ruedan por la cara- en las tolderías. Hace barra con ellos una mujer adúltera,  natural de Tostes, compradora compulsiva que terminará sus días ingiriendo arsénico en polvo. Y una muchacha suicida que escribe poemas desesperados y dice “Alejandra, Alejandra/ debajo estoy yo/ Alejandra” y sentencia que “una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”. Y, para empeorar las cosas, también estoy con otro tipo que se la pasa vomitando conejos y es imparable. Yo no sé qué voy a hacer si la escuela se llena de conejos, que no se culpe a nadie. Pero, por momentos, lo imagino: conejos saltando sobre la mesa de la sala de profesores, escondiéndose en los mapas enrollados, saltando sobre los ficheros, saliendo desde dentro del cajón de la secretaria que pierde los anteojos con la impresión. Y ni hablar si suelto a los leones que han estado agazapados en la pradera artificial del cuarto de los niños.
No quiero que la directora me llame. Seguro que me pedirá que le haga un informe sobre el rendimiento de los alumnos, que pase notas en huidizos casilleros, que llene una declaración jurada con toda mi carga horaria. Y yo ando con mi bolsa, de aula en aula, tratando de que el capitán Ahab deje por un rato su obsesión por la ballena blanca y que los gitanos de Lorca no griten tan fuerte dentro de la fragua.
A pesar de que siento la mirada helada que me lanza tras sus anteojos de miope, paso por delante de sus narices con todos esos indisciplinados que llevo adentro de mi bolsa, que hablan a mis alumnos con el discurso revulsivo de la literatura.
 A veces he intentado explicárselo cuando me agobia con reuniones de departamento y de padres. No puedo hacerle entender que, más allá de los programas oficiales y las recomendaciones pedagógicas, un profesor de literatura es un guía de lecturas, alguien que da de leer sus textos preferidos, que habla sobre lo que lee o escribe, que expone ante sus alumnos su biblioteca personal, los personajes que lo han marcado, las páginas que lo han emocionado.
Soy la suma de los libros que leo y doy de leer, tengo la armadura de mi biblioteca para soportar los embates de una profesión signada por las palabras. Con ese caudal me visto para afrontar las incontables horas de clase, los humores diversos de los alumnos y colegas, ese universo kafkiano que es una escuela cuyo mejor espacio es el aula de clase cuando todo está por inventarse.
Ser profesor y además un lector apasionado es complicado. La rutina de las horas interminables, el cansancio, la voz que se vuelve ronca, la parva de ejercicios para corregir vuelve a la tarea bastante poco atractiva para quien solo quiere tirarse a leer todo lo que -sospecha- no tendrá tiempo de leer en esta vida y ni hablar si además,  quiere escribir. Ser escritor y profesor se vuelve complicado.
El poeta chileno Nicanor Parra se queja de la profesión en su poema titulado Autobiografía. Es profesor en un liceo oscuro, su pobreza lo lleva a vestir como un fraile mendicante. Pierde la voz y la vista dando clases cuarenta horas semanales, “Para ganar un pan imperdonable/ Duro como la cara del burgués/ Y con olor y con sabor a sangre.”
Parra, nacido en 1914 perteneciente a una familia de miembros vinculados a la música y al arte popular, hermano de Violeta, la que escribió ese bello poema, “Volver a los diecisiete”, es -además de poeta- profesor de física y matemática, tarea que ejerció  en Chillán, en el Liceo de hombres y en Santiago mientras leía a Walt Whitman y comenzaba a gestar la antipoesía. “¿Qué es la poesía?”, se pregunta un uno de sus poemas. Y se responde: “Vida en palabras/ Un enigma que se niega a ser descifrado/ Por los profesores/ Un poco de verdad y una aspirina/ Antipoesía eres tú”. Y en Canciones rusas, escrito entre los años 1964- 1967,  nos conmina en su poema titulado “Test”: “Subraye la frase que considera correcta./ Qué es la antipoesía: Un temporal en una taza de té?/ Una mancha de nieve en una roca?
Es un poeta reconocido, recibió el Premio Nacional de Literatura de Chile y el Premio Cervantes, entre otros, de tal manera que las cuarenta horas semanales de clase le permitieron, además,  escribir una obra completamente original. Parra, con su obra,  trascendió la vanguardia, se convirtió en antipoeta, artista visual, ecologista, creador de antidicursos y realizador de Artefactos, poemas visuales para los que utilizó objetos de consumo y los resignificó con una frase. Por ejemplo, una cruz con una leyenda: “Voy & vuelvo” o una zapatilla con la inscripción: “Mensaje en una zapatilla: levántate y anda”. Hizo antipoesía en las célebres bandejas de pastelitos, en una serie que tituló “Trabajos prácticos”. Las bandejitas descartables sirven de soporte, en un caso, para que un suicida escriba una carta y se despida: “Chao, no soporto la música ambiental”.
¿Qué diría mi directora si encontrara uno de los “Artefactos”, de Nicanor Parra, en mi bolsa de libros? Ay, Cristina, qué cosa rara son los escritores.
Lo cierto es que la literatura exige del profesor, y aún más si es un escritor, que plantee a sus alumnos las cuestiones del tiempo que le toca vivir. Porque la literatura no es inocente, y se despliega en múltiples interpretaciones.
Una clase de Literatura no es más que un entramado de voces que pugnan por interpretar las distintas maneras en que los hombres cuentan el mundo en que viven. Voces que se sublevan frente a las injusticias o que pasean su melancolía por las páginas de un cuento o de un poema.
Entre mis primeros trabajos tuve que dar clases en una escuela técnica. Cuarto de técnicos mecánicos. Eran todos varones, yo muy joven. El director me acompañó para presentarme.
Los chicos me miraron. Treinta pares de ojos posados sobre mí con desconfianza.
El director dijo mi nombre y les contó que yo iba a llevar la clase de Literatura.
-Sé- dijo confidente- que la Literatura no les sirve para nada, ustedes van a ser técnicos. Pero esta materia está en el programa y tienen que aprobarla.
Y me dejó con la tiza y el pizarrón lleno de fórmulas de la materia anterior.
-¿Saben para qué sirve la literatura? – pregunté con voz quebrada.
Se hizo silencio. Una tiza voló por los aires. La mayoría de los chicos bajó la cabeza. Uno se rió y emitió un sonido parecido al de un pájaro. Desde el fondo, un chico de cara alargada y llena de granos le tiró una munición de papel al compañero con una cerbatana. Si ellos no contestaban, yo tenía que dar la respuesta. Pero no pude. En ese tiempo había que seguir el programa oficial, Literatura hispanoamericana y argentina. Comenzar con el Inca Garcilaso y sus Comentarios Reales. Sé algunas cosas que aprendí a lo largo de mi larga carrera como profesora de secundaria, una de ellas es que no hay nada más aburrido que leer al Inca describiendo las maravillas de su raza extinguida.
Como  había comenzado con unas clases ya empezadas por la profesora saliente, los Comentarios estaban sobre el pupitre de algunos alumnos. Yo había preparado la clase, había escogido el capítulo.  Comencé a leer “El templo del sol”. El Inca seguramente entretenía en su tiempo, pero no a mis flamantes alumnos de un cuarto año de técnicos mecánicos. Me empeñé con dos páginas pero,  la clase estalló en carcajadas cuando el que estaba sentado en el fondo del salón, vaya a saber por qué pirueta que intentaba hacer, se desparramó en el piso.  En ese momento pensé que el director tenía razón, la literatura del Inca Garcilaso no les iba a servir para nada. Así que busqué en mi bolsa de libros que llevaba por las dudas y, cuando volvieron a hacer silencio les dije:
-Vamos a empezar por las instrucciones- les mostré Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar y luego lo abrí en la parte del “Manual de instrucciones”.
Los miré uno por uno, sobre todo al que se había caído de la silla y ahora estaba acomodándose la camisa que se le había escapado del pantalón.
-¿Podrías explicarnos cómo hiciste para caerte de la silla?- le pregunté.
El chico bajó la cabeza. El resto de la clase milagrosamente hizo silencio. Seguramente esperaban el reto al que estaban acostumbrados. En la escuela siempre pasan dos cosas, te explican y te retan. Pero yo no tenía ganas. Demasiado  habían gritado y perseguido y eliminado a nuestra generación y no había estudiado para policía sino para enseñar.
-Lo que te pido es que expliques, paso a paso, cómo hiciste para caerte de la silla, una especie de instrucción para alumnos que quieran imitarte.
Porque Julio Cortázar me había dado la gran idea. En Historias de Cronopios  escribe instrucciones para cosas tan comunes como subir una escalera o dar cuerda a un reloj. Un libro que nos propone mirar con ojos nuevos las cosas de todos los días. Deconstruir los gestos que hacemos a diario y que ni siquiera pensamos, esa es la propuesta de Cortázar y la que le hice a mi alumno, sólo que él no estaba preparado, porque el Inca Garcilaso y las crónicas de Hernán Cortés no preparan para eso. Les leí las “Instrucciones para subir una escalera” y después les pedí que escribieran instrucciones para lo que quisieran. Salieron muchos textos sorprendentes y otros anodinos. A uno se le ocurrió escribir instrucciones para realizar machetes para copiarse en los exámenes, otros pensaron cómo encender la luz o abrir persianas. El que se había tirado de la silla escribió una serie de instrucciones para molestar a los profesores, y la clase terminó en algarabía.
Después volví al programa oficial y nos aburrimos todo el resto del año. Me había recibido hacía poco tiempo y aún no estaba preparada para plantear innovaciones. No  eran tiempos propicios porque el mismo Cortázar estaba en la lista negra de los escritores censurados.
Tampoco volvimos a tener la visita del director que no había leído un libro en su vida y no podía saber que, a partir de sus palabras de desautorización, la literatura se convirtió en una manera nueva de mirar el mundo, capaz  de desatar una tormenta en una taza de té.

Obras mencionadas en este capítulo:

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Martín Fierro, de José Hernández. Madame Bovary, de Flaubert. Poemas, de Alejandra Pizarnick. No se culpe a nadie, de Julio Cortázar. “La pradera”, de El hombre ilustrado,  de Ray Bradbury. Moby Dick, de Melville. “Romance de la luna luna”, de Romancero Gitano, de Federico García Lorca.  Poemas  y antipoemas,, Artefactos, de Nicanor Parra.  Comentarios reales, de Inca Garcilaso de la Vega. Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar.

sábado, 17 de junio de 2017

Mientras duren los libros

Como Cervantes escribe en el prólogo de El Quijote," desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse". Pero sólo surgió del recuerdo de mis prácticas docentes a través de tres décadas en las que estuve enseñando literatura a estudiantes secundarios. Pasen y lean.
Mientras duren los libros
 María Cristina Alonso


La lectura ha sido el principal entretenimiento. Mientras duren los libros no hay que temer!” Lucio V. Mansilla, Diario de viaje a Oriente.

“El aula es un lugar de mucho dramatismo. Nunca sabrás lo que les has hecho a, o qué has hecho por, los cientos que vienen y van. Los ves salir del aula: soñadores, insulsos, despectivos, maravillados, sonrientes, perplejos. Después de unos años desarrollas antenas. Sabes cuándo llegaste a ellos, cuándo te los pusiste en contra. Es química. Es psicología. Es instinto animal. Estás con los chicos y, mientras quieras seguir siendo profesor no hay escape. No esperes ayuda de los que han escapado del aula, los superiores. Están ocupados yendo a almorzar y pensando pensamientos superiores.” Frank Mc Court, El profesor.


1.   Los rusos y las estufas de kerosene

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-Cuando sea grande jamás tendré un trabajo que me obligue a madrugar - le dije a mi madre una mañana helada de invierno, a las siete, sentada en la cama y a punto de ponerme las medias.  Estaba tan somnolienta que no me encontraba los pies.
Todavía me faltaba terminar la secundaria y los años de universidad pero, paradójicamente y contra ese deseo primigenio -desde que me recibí de profesora en letras y durante treinta y cuatro años-  me levanté a la madrugada  para ir a mis clases, no emboqué de primera intención las medias en mis pies y escuché bramar al despertador como un animal acorralado. Así, desde el principio, supe que, la literatura y las madrugadas eran dos cosas que nunca se llevarían bien en mi vida.
No obstante, el olor del café con leche aquel día de mi infancia en que pronuncié la sentencia incumplida,  inundaba la casa y yo terminaba de salir de la cama pensando en que más frío -porque hasta que la estufa de kerosene agarraba viaje la casa tardaba en calefaccionarse  -más frío había pasado Fiedor Dostoievski en la cárcel de Omsk, en Siberia, experiencia  que contaría tiempo después en su libro Recuerdo de la casa de los muertos y que yo había encontrado en una caja en el galpón, medio roído por las lauchas, entre muchos otros que resumían la biblioteca de un tío lejano que había muerto y cuyas escasas pertenencias habían ido a parar a mi casa.
Ese libro y otros autores rusos que leí después consolaron mis inviernos. Porque yo estuve muchas veces en San Petersburgo, caminé por la avenida Nevsky con Gogol y sin capote, y vi las cúpulas de San Isaac desde el canal con las luces de las farolas proyectándose sobre el río Neva.  Seguí recordando ese paisaje cuando un alumno, muchos años después, me dijo -en una primera hora de la secundaria,  una mañana muy fría y destemplada-  que había leído El jugador de un tirón durante una noche de insomnio. No era de los más aplicados, pero leía lo que le caía en las manos y escribía mejor que cualquiera de los que seguían mis clases aplicadamente. Un alumno que lee a Dostoievski sin que nadie se lo pida es una especie de felicidad inexplicable para una profesora de Literatura.
Vuelvo a aquella mañana del tiempo de la escuela secundaria. Mi madre me miró con un poco de lástima y mucha paciencia y me anudó el cinturón del guardapolvo con un moño primoroso y arrepollado que yo desataría unos segundos antes de entrar en la escuela. Dos cuadras me separaban del enorme edificio de la Escuela Normal. Dos cuadras, sólo una chica privilegiada puede tener la escuela a dos cuadras de su casa. Pues a mí, esa ventaja, la de llegar muy rápido -por lo tanto levantarme un poco más tarde- no me gustaba. Yo quería vivir lejos para poder atravesar el pueblo y ver cómo se desperezaba, cómo era la gente que iba a trabajar, cómo barrían las calles y la veredas,  cómo era el mundo fuera de ese microcosmos que envuelve a un niño y luego a un adolescente en una especie de cápsula espacial que siempre está orbitando lejos de la vida.
La vida no era la enorme escalera de granito que llevaba al segundo piso donde estaba la secundaria, ni las paredes con afiches coloreados con escenas de próceres en campos de batalla, el rumor de miles de voces en los recreos y ese timbre taladrante que anunciaba el momento de entrar a clase.
 La vida era el aroma a pan recién salido del horno de la panadería de la esquina y las facturas exhibidas en la vidriera, esos sacramentos chorreados con fondant y las tortas negras con la costra de azúcar dorado. La vida estaba en la casa de mis vecinos que tenían un mueble donde guardaban celosamente las revistas “Life” de toda la década del 60 con las de la muerte de Kennedy y Martin Luter King incluidas. La vida circulaba entre las letras en tinta china que mi padre trazaba sobre los planos que dibujaba en un tablero junto a la ventana. En la oficina de mi padre la vida, a veces, tenía el nombre de amigos lejanos o de parientes que irrumpían después de veinte años de silencio y contaban anécdotas con las que se reían mucho y a mí me parecían absurdas.  
En cambio, la escuela tenía una mezcla de olores indescifrables. El de unas pastillitas de goma multicolores que vendían en el kiosco, el de la tiza y el de los sudores de los recreos. También olía a kerosén, como casi todas las casas de ese tiempo en que todavía la red de gas no se había extendido en el pueblo, y el portero entraba en el aula que estaba más fría que la tumba de Drácula con una estufa de velas a la que, de tanto en tanto, había que darle fuelle para avivar la llama.
Llegaba, entonces,  a la escuela en un santiamén para escuchar Aurora  Lo hice  durante cuarenta y siete  años. Los trece que abarcaron desde el jardín de infantes, hasta la secundaria, sumados a los treinta y cuatro como profesora. Casi medio siglo recorriendo esas dos cuadras por las que pasaba el otoño, castigaba el invierno,  despuntaba la primavera y el sol de comienzos del verano no daba tregua para escuchar el aria que compuso Héctor Panizza plagada de expresiones tan herméticas como “azul un ala”, “aurora irradial” o “forma estela al purpurado cuello”. Un verdadero martirio.
.Breve recorrido pero lleno de aventuras. Había una vereda, en la primera cuadra, que nadie pisaba porque traía mala suerte, es decir, pisarla significaba que a uno lo  llamaran a dar esa lección que no había estudiado o que recibiría un reto inesperado. La brujería andaba suelta por ese entonces y había que conjurarla bajando a la calle.
 El itinerario terminaba siempre en el edificio en el que esperaban los griegos y los romanos, las reglas ortográficas, los mapas que dibujaban regiones ignotas de Asia y de África, los gorros rojos de la mazorca, las imágenes de Sarmiento extraídas del “Billiken” y las maestras con guardapolvos blancos inmaculados. Porque en la escuela de antes, las maestras se abocaban a almidonar sus guardapolvos casi con el mismo empeño con el que enseñaban las primeras letras. Sus guardapolvos eran tan tiesos que crujían cuando ellas doblaban el codo para escribir en el pizarrón.
¿Por qué el tiempo es tan lento en la infancia? Nunca tuve respuesta para eso, pero lo cierto es que en la escuela, repitiendo lecciones, la mañana no se terminaba nunca. Una chica viaja de aula en aula con su portafolio, año tras año como si saltara de un casillero a otro, en un juego diseñado por un maestro aburrido. ¿El gran Sarmiento, maestro ejemplar, habría delineado ese juego? Yo lo creía por aquel entonces. Sarmiento, en su escritorio atestado de libros, mientras presentaba el proyecto de reforma de la ortografía adoptada más tarde por el gobierno de Chile, imaginaba miles de niños saltando de casillero en casillero, de un salón a otro. El que pierde retrocede uno, como en el juego de la Oca.
De salón en salón no pasaba mucho, eran todos iguales, pero la escuela atesoraba maravillas increíbles en la opacidad de sus cuartos. Los desnudos cuerpos de yeso abiertos en el vientre por los que se veían los órganos, el corazón palpitante de tintura, los sinuosos intestinos, el hígado marrón. Mientras, en el fondo oscuro de la mapoteca, el esqueleto acechaba con su humor torvo y áspero en las mañanas de invierno.
Por el intrincado laberinto de pasillos y aulas fui viajando  a través de los libros. Por los insípidos de lectura con tantos próceres y dibujos de chicos huérfanos y madres abnegadas, por el Manual Estrada, cuyas tapas grises desalentaban cualquier entusiasmo, y por los otros, los que fui traficando con maestras y compañeras, los que fueron construyendo ese objeto del deseo que es la lectura. En ellos, todo lo humano y lo divino se concentraba en sus páginas y me hacían temblar de emoción. En la escuela -además de las batallas por la independencia y las invasiones inglesas- entraba el odio de Ahab por la ballena blanca, el misterioso capitán Nemo de Verne, las chicas Marchs de Mujercitas,  los liliputienses de Swift y el detestable Kurtz de El corazón de las tinieblas.  Más allá de las ventanas de las aulas, tras sus vidrios escarchados o empañados por la lluvia, yo sabía que latía el desierto con sus arenas resplandecientes o la selva de Quiroga acechaba con sus yararás y sus hombres malditos por el alcohol. La escuela me dio esas visiones que emanaban de las páginas de los libros leídos muchas veces a escondidas. Hay un poema de Stevenson que cita Alberto Manguel, un lector empedernido, en su Historia de la Lectura, que explica estas antiguas sensaciones que me propiciaban los libros: “Así era el mundo y yo era el rey:/ Para mí zumbaban las abejas, volaban para mí las golondrinas”.
De niña era aficionada a los álbumes. Me gustaba armarlos con fotos o con recortes de revistas, poemas arrancados al suplemento literario de La Nación o de las revistas de modas que recibía mi madre. A veces pegaba figuras imaginarias. En una de ellas está la imagen de la Escuela Normal recortándose en el atardecer sobre un cielo rojizo o palpitando en la noche con su cuerpo de monstruo marino.
-Cuando sea grande, jamás tendré un trabajo que me obligue a madrugar- le dije a mi madre aquella vez mientras Akakiy Akakievich buscaba su capote por las calles de San Petersburgo.
He sido una lectora precoz de los rusos. Encontré la historia de Akaky Akakievich, de Gogol,  en una antología que estaba en  el mismo cajón donde  saqué a Dostoievsky. Se ve que aquel tío, que había sido un lector, se empeñaba en llevarme de viaje a San Petersburgo sin proponérselo, porque los viajes de los libros son insondables. De este modo, el invierno y los autores rusos se asocian inevitablemente a las primeras lecturas que suplantaron los cuentos infantiles.
El capote, de Nikolai Gogol, es un cuento inolvidable. Por algo Dostoiesvky escribió refiriéndose a él: “Todos crecimos bajo el capote de Gogol”.
El cuento relata la historia de Akakiy Akakievich, un insignificante funcionario de un departamento ministerial del imperio zarista, cuya tarea era copiar documentos. Humillado por sus compañeros de oficina, su mundo se constreñía  a esa tarea y a una vida llena de privaciones. Los hechos transcurren en San Petersburgo, a mediados del siglo XIX, y este dato es fundamental para entender el relato. El frío de esa zona es lo que da sentido a las penurias de este personaje, puesto que el conflicto comienza cuando el funcionario descubre que su antiguo capote, casi una bata, está tan roto que su sastre, Petrovich, ya no puede arreglarlo, y debe encargar uno nuevo que le costará ochenta rublos. Con enormes privaciones, conseguirá juntar el dinero para la nueva prenda.
Finalmente, el capote está terminado: “Por fin, Petrovich le trajo el capote. Esto sucedió..., es difícil precisar el día; pero de seguro que fue el más solemne en la vida de Akakiy Akakievich”, escribe Gogol.
Fascinado con su capote, acepta ir a una fiesta que organiza un superior. Será una ocasión para lucir el abrigo. Pero Akakiy Akakievich no disfruta de la reunión y decide volver a su casa. Hace frío y las calles están desoladas. Así describe Gogol la noche petersburguesa: “Pronto se extendieron ante él las calles desiertas, siendo notables de día por lo poco animadas y cuanto más de noche. Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias. Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se destinaba poco aceite para el alumbrado; a lo largo de la calle, en que se veían casas de madera y verjas, no había un alma. Tan sólo la nieve centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con sus postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y negras. Akakiy Akakievich se acercaba a un punto donde la calle desembocaba en una plaza muy grande, en la que apenas si se podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación de un inmenso y desolado desierto.”
Y entonces unos hombres le roban el capote. La desesperación por la pérdida lo enferma y muere. El cuento no termina ahí, Akakiy  reaparece por las calles de San Petersburgo como fantasma que se dedica a despojar de su abrigo a los viandantes en busca del que le robaron.
Leído como una metáfora del deseo, este cuento nos habla del insignificante Akakiy que logra apasionarse por algo; su vida en pos de un nuevo capote le devuelve el sentido.  Los libros que leía a hurtadillas de las tareas escolares eran mi capote. Desde entonces nada me ha alejado del paraíso  de mi biblioteca.
-Cuando sea grande jamás tendré un trabajo que me obligue a madrugar- me repetí muchas veces mientras arrastraba mi portafolio por las calles que en invierno me parecía, como a Akakiy Akakievich, un inmenso y desolado desierto.
Un día estuve del otro lado del mostrador, dando clases de Literatura a adolescentes  que, a veces, no se apasionaban con los libros que incluía en el programa. En ocasiones creí ver a  la niña que fui,  sentada  en el anteúltimo banco con el pelo enrulado atado en una cola. De vez en cuando  me miraba. Tenía un libro entre las manos. Intentaba no reparar en ella y culpaba al cansancio que me hacía ver visiones. Pero ella, juiciosa y atenta, me pedía cuentas.  Y yo, mientras recorría las estrofas del Martín Fierro o hablaba de la locura de Don Quijote, empezaba a tener miedo de haberla traicionado.
  Tenía cinco años cuando mi padre me llevó de la mano y me dejó en la puerta del aula de jardín de infantes. Empezaban los años sesenta y esto que estoy contando se lee con las canciones de Elvis Presley y más tarde con las de los Beatles de fondo.
  En la escuela aprendí a sobrevivir al aburrimiento. Porque no siempre era repetir las tablas, hacer carteles con las reglas ortográficas o escribir monografías sobre la cuenca del Amazonas. Hubo pequeños e imperceptibles milagros. Una profesora inolvidable me regaló la lectura del primer Cortázar, un compañero de banco me enseñó a reír a carcajadas y me habló por primera vez de Maiakosvky. Con algunos maestros desaprendí; con otros, escribí mis primeros cuentos. A los diecisiete me fui con la cabeza llena de esperanzas y de deseos. Más tarde volví con mi título de profesora y descubrí que muchas cosas no habían cambiado.  No cambió, por ejemplo, la canción Aurora que se entona en la escuela todas las mañanas, en ese preciso instante de la rosada aurora  que se describe en el Quijote. A ese cielo rojizo sobre el que la escuela se recorta, me entregué cuando el cansancio me vencía, cuando el timbre acechaba como un animal marino que llamaba y llamaba. Y entonces yo no entraba a la escuela de verdad, sino a la otra, a la ficticia, a la que seguía recorriendo la chica de doce años que fui. Porque había una escuela dentro de otra cuyos contornos se iban diluyendo sobre el cielo, en ese preciso instante en que Don Quijote de la Mancha subía a Rocinante y comenzaba a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel. Justo en ese momento en que el rubicundo Apolo anunciaba la venida de la rosada aurora, se iniciaban las aventuras. Sin embargo, la escuela se tragaba el manchego horizonte y, en sus aulas, don Quijote y yo bostezábamos de aburrimiento. Confirmábamos que la literatura y las madrugadas eran, definitivamente, dos términos antagónicos.



Obras mencionadas en este capítulo:  El jugador, de Fiedor Dostoievesky. Moby Dick, de Herman Melville, Veintemil lenguas de viaje submarino, de Julio Verne, Mujercitas, de Luisa May Alcott, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Historia de la lectura, de Alberto Manguel, El capote, de Gogol, Martín Fierro, de José Hernández, El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra.