lunes, 15 de diciembre de 2014

Continuum


Está ahí, siempre creciendo, siempre en movimiento. Tiene algunas zonas transitadas con frecuencia, repasadas con dedos veloces y  otras,  territorios desiertos, olvidados, de esos por los que no pasan ni los bandidos que se pierden en la niebla.
No es una ciudad pero contiene miles, desde las que cuelgan del aire a las que se derrumban en medio de la guerra.
No es un pueblo, pero muchos Macondos, Comalas, Santa Marías, Colonias Velas, Yoknapatawphas encienden sus faroles justo en el momento en el que el sol se oculta con último suspiro.
No es un bar ni un salón de baile, pero he creído ver, a lo lejos que una mansión se ilumina y una multitud elegante baila y bebe champagne mientras Gabsy, o alguien que se le parece, se aleja solitario. No es un barco, pero a veces, cuando me acerco, veo surgir, desde las profundidades del mar, a una ballena diabólicamente blanca.
Suele permanecer en silencio. Sin embargo, cuando ando buscando esa palabra esquiva, me aturde con sinónimos y murmura poemas sobre antiguas batallas o amores que no cesan.
No es, a simple vista, una máquina del tiempo, pero de tanto en tanto, rugen sus motores  cuando me instalo cómodamente en la cabina central donde están los mandos. Me pongo los anteojos para inspeccionar el mapa y le digo a alguien que quiere parecerse a Nemo que deseo marchar hacia el planeta rojo donde los yanquis ya han levantado puestos de salchichas en el lugar en el que había ciudades de cristal, o mejor, viajar hacia atrás y caerme de visita en la isla de Polifemo, para ver si era cierto eso que dicen de la sagacidad de Ulises.
Cápsula, reservorio, depósito, coto, artefacto, residencia, sostén, navío, a simple vista parece receptar en silencio el polvo que entra por la ventana, pero se estremece imperceptiblemente cuando fusilan a poetas en la madrugada o encarcelan a los que escriben nanas a los hijos que no pueden abrazar.
Por las noches, cuando apago las luces y dejo sólo encendida la del escritorio, de ella se escapan para flotar levemente en el aire violeta del sueño los británicos fantasmas de Henry James o el mismísimo padre de Hamlet desde  la fría noche de Elsinor.
Parada frente a ella entrecierro los ojos y, entonces se encienden las fogatas de Pavese, relumbran los cuchillos de Borges, se ensombrece la selva de Quiroga, huele al cianuro que una muchacha llamada Ema está por beber, o se agitan las patas del insecto que anticipa metamorfosis y soledad.
Por ella me paro tan pronto en una esquina de Brooklyn o me largo  con el coronel Mansilla  a los ranqueles. Aunque no bebo, me tomo unos  tragos con Marlowe cuando está triste y solitario o me deslizo en el Metro parisino para evitar que la Maga  siga llorando por Rocamadour.
No es mi biografía, pero desde sus maderas arqueadas veo a la niña que fui paseando por los jardines troquelados de Aladino, tomando el té bajo las lilas con las mujercitas de la colección Robin Hood, caminando hacia la casa holandesa de atrás para vivir el encierro de Ana.
No es un avión ni una goleta, pero a veces me sumo al vuelo de Antoine para repartir  cartas con el Correo del Sur y hablo entre amigos con algunos piratas escapados del mapa de Stevenson.
Frecuento algunos estantes más que otros, confieso arañas en las estancias de bests sellers adquiridos vaya a saber cómo y suelo detenerme en los girasoles de Van Gogh, en las bailarinas de Lautrec, en los cuellos infinitos de Modigliani. Se me estruja el corazón cuando el Nunca más aprieta sus hojas inundadas de horrores o elijo las infancias de Alejandra en el país del no me acuerdo.
Ha ido creciendo conmigo, se ha hecho grande a mi ritmo, la miro, nos miramos, nos reconocemos. Cuánto tiempo ha pasado, nos decimos. Ya casi no te queda lugar, me advierte.

Pero siempre hay un  espacio para un libro más en mi biblioteca.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Ciencia ficción, de Hernán Schillagi

El sueño cristalino de los peces


La Ciencia ficción es un género de la incomodidad y de la incertidumbre. Desde Historia verdadera de Luciano de Samosata hasta Under the dome de Stephen King, las historias que se cobijan bajo este género -y que van mutando a lo largo del tiempo con el derrotero de la experimentación humana- nos hablan más de nuestras incógnitas profundas que de los misterios del universo.
En su libro de poemas Ciencia ficción, el poeta mendocino Hernán Schillagi transita por los tópicos de este género para refundar territorios que la poesía no había recorrido. La poesía, dice Hernán citando a Alejandra Pizarnick, es “el lugar donde todo sucede.”
Y todo sucede en estos poemas de factura exquisita, poemas que nos van proponiendo múltiples lecturas. Aquí están los bradburyanos canales abandonados de Marte, la tierra roja, la voz de los antiguos habitantes del planeta y sus barcas como luciérnagas fugaces. Acaso volvemos, en “luces extrañas”, al imaginario encuentro, en una solitaria carretera,  ya no de seres de mundos distintos sino de dos seres que intentan ciertas comprobaciones: “si has resuelto/ nacer conmigo otra vez”
La poesía es en sí misma un viaje, un aliento que le insufla vida al barro y abre los ojos del monstruo, una nave que nos lleva al  misterio de la creación, un artefacto con escotillas por las que vemos pasar nuestros recuerdos pero también los mundos que aún no hemos soñado.
Poemas que nos traen imágenes de las múltiples regiones de la literatura, como un cohete que deambula por las galaxias de un género hasta no hace mucho poco prestigiado, vamos del monstruo de Mary Shelley , al mano de Oesterheld de cuya “garganta nace un himno de muerte”, las palabras finales de Nemo luchado con su rencor como un monstruo de acero, el contador automático de estrellas que imagina Roberto Arlt en El juguete rabioso, y las calles hechas de niebla de la Londres por la que Stevenson hizo deambular la dualidad de Jekyll.
Como toda buena literatura, los poemas de Hernán nos devuelven más preguntas que respuestas, porque el futuro que construye la ciencia ficción y  que merodea en este libro está lleno de preguntas que viajan “como una roca encendida/ de un extremo a otro de los sueños/ y en esa distracción de la muerte/ podré robarte las preguntas/ que ya me esperan en el futuro” (viaje en el cometa).

En estos poemas hay dioses derrotados y  mundos exteriores  explorados  por “navegantes telúricos de los doce tomos de la enciclopedia salvat”. Lo lejano y lo cotidiano como territorios íntimos enfrentados a lo insondable, señales de humo hacia el firmamento que interrogan. 

Poemas que nos cuentan que estamos solos en el universo, que “somos el sueño cristalino de los peces/ que avanzan dormidos por la noche del mar”


 Hernán Schillagi nació en 1976 en la ciudad de San Martín (Mendoza, Argentina). En su paso por la Facultad de Filosofía y Letras (UNCuyo) fundó y dirigió las revistas literarias Molinos de viento, Ulyses y la mural Tatuaje Falso. Además integró los grupos parapoéticos Dark es dark y Codama. Obtuvo la primera mención en poesía en el Certamen Literario Vendimia 2000. En el año 2002, Mundo Ventana, su primer poemario, fue publicado por Libros de Piedra Infinita, editorial que dirige junto a Fernando G. Toledo. En 2006 participó en la organización de ciclos de cine, recitales de música, exposiciones de arte y actos de memoria activa con el grupo Itinerante Cultura móvil para toda la Zona Este. Actualmente ejerce la docencia en Lengua y Literatura, publica sus textos en el blog Ciudadeseo y El Desaguadero y colabora con sus reseñas en el suplemento Escenario del Diario UNO de Mendoza. A comienzos de 2008 apareció, en la Colección de Poesía Desierta, Pájaros de tierra (Libros de Piedra Infinita). Fue galardonado con el Primer premio en el Certamen Literario Vendimia de poesía 2008 con el libro Primera persona.

sábado, 18 de octubre de 2014

La palabra que sana

Lorena Ferrer es una chica que enfermó de cáncer pero decidió luchar para sanarse. En su libro "Elijo ser feliz" cuenta cómo cambió su manera de ver la vida a partir de una experiencia límite. Con este texto presenté su libro en un acto organizado por Bralcec, una institución que lucha contra el cáncer. El acto se realizó en Bragado, provincia de Buenos Aires.


Una poetisa argentina, Alejandra Pizarnick escribió este poema que tituló La palabra que sana
 "Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa. "
Cuando Lorena me dijo que estaba escribiendo un libro para contar su experiencia con el cáncer y me pidió que se lo leyera,  tuve dos reacciones:
La primera fue la de huir, decirle amablemente que estaba muy ocupada, que necesitaba tiempo para  organizar mis clases, que estaba escribiendo a la vez yo un libro y no podía distraerme.
La segunda fue  preguntarme por qué  todo aquel que sufre una experiencia límite, escribe.
Para la  primera reacción tenía una justificación: como a mucha gente, me aterra la palabra cáncer y a veces no puedo ni pronunciarla. Es una enfermedad que se ha llevado a personas muy queridas. A veces uno cree en el embrujo de las palabras y entonces recurre a eufemismos. La gente dice, “la peor enfermedad”, “tenía algo malo”. O simplemente, “tiene eso”.
 Lorena con el relato de su experiencia, desde que recibe la noticia de su enfermedad hasta el momento en que revierte su dolor y su miedo ocupándose de los demás, nos enseña a que las palabras son sólo eso. Que somos nosotros los que decidimos qué hacer con ellas.
Por eso las palabras, la escritura, son tan importantes, porque nos ayudan a objetivar el momento más difícil de la existencia. La escritura es a la vez, liberadora para quien la realiza, consuelo para quien la lee.
He pensado en escritos surgidos de experiencias límites como la que ha vivido Lorena. Pienso en una chica judía encerrada en un ático con su familia escribiendo en su diario para no morir de claustrofobia. Esa chica se llamó Ana Frank y su diario le sobrevivió para enseñarnos a todos las consecuencias de cualquier tipo de discriminación.


Pienso en un minero chileno encerrado junto a sus compañeros de la mina que escribe la bitácora de su encierro para no desesperar. Un libro que aun no conocemos pero que sirvió porque cuando ya no tenemos nada, nos quedan las palabras.
Pienso en todos los náufragos que escribieron sus diarios para desafiar a la muerte.
Pienso en un chico llamado Albert Espinosa que escribió un libro, El mundo amarillo para contarnos que  la enfermedad le enseñó que morir no es triste, que lo triste es no vivir. Libro que luego se convirtió en serie de televisión, Pulseras rojas que habla del ganas de de vivir y del afán de superación de un grupo de jóvenes que están internados en un hospital.
Porque estamos hechos de relatos, de palabras que nos esperan hasta que las encontramos para decir lo que a veces ni siquiera tiene forma.
En el libro de Lorena no está sólo su voz, esa chica que decide luchar contra la enfermedad, hay además, otras voces, porque cuando alguien cuenta una de experiencia tan difícil como la que aquí se relata, empiezan a empujar los relatos de otros que han transitado por situaciones similares.  Voces que Lorena recogió en su blog y que incluyó en su libro para demostrar que cuando el dolor se comparte duele menos.
Por suerte para mí, no puse excusas para leer este libro, porque entre otras cosas, descubrí en él las  palabras que sanan, que apaciguan, que dan esperanzas. Me encontré con un libro que trasunta humanidad, que tiende una mano. Que no da fórmulas para estar mejor como la autoayuda barata, sino que da afecto y fe en las propias fuerzas del individuo para superar transes tan difíciles como afrontar una enfermedad cruel y salir fortalecido.
Porque como dice Alejandra Pizarnick en el poema que leí al comienzo, “siempre alguien canta el lugar donde se forma el silencio”.






domingo, 5 de octubre de 2014

Cosas que pasan en los estantes de la biblioteca


Aunque  nos vamos  acostumbrándonos a leer en pantallas, a descargar archivos de libros en  los distintos dispositivos tecnológicos que nos inquietan con sus mensajes, sus intervenciones, sus posteos, sus luces titilantes, el lugar más seguro para un lector es su vieja biblioteca.

Sobre todo porque una biblioteca se va construyendo a lo largo de toda un vida y se convierte, sin habérnoslo propuesto, en nuestra hoja de ruta, en un desordenado diario de nuestras vidas. En los estantes de nuestras bibliotecas están cifradas las circunstancias que nos hicieron elegir esos libros y no otros, los lugares donde los compramos, la gente que nos rodeaba cuando hicimos esa elección.

Pensar una biblioteca es pensar en la persona que la fue armando con la idea de sentirse acompañado y en los personajes que parlotean desde los estantes, encerrados  pero siempre dispuestos.
  





Y suelen suceder cosas extrañas en una biblioteca. A veces se ilumina la casa de Gasby prometiendo noches de champagne y baile. Otras se apagan los faroles de los pueblos sureños de Faulkner. De tanto en tanto el ojo del axolot de Cortázar nos mira inquisidor, otras veces, se abre la puerta del ropero del Hotel Almagro de Piglia para mostrarnos el manso Paraná que discurre en la prosa de Saer.

Una biblioteca, la propia, contiene otras bibliotecas literarias. Dentro de la mía está la de Alonso Quijano, esa que las manos rudas y un poco sucias del cura y del barbero toquetearon para decidir qué libro se quedaba y cuál se consumía en el fuego.

En mi biblioteca está la biblioteca con libros envenenados que imaginó Eco, el cementerio de libros olvidados de Ruiz Zafón y la exigua de Silvio Astier, armada con volúmenes robados.

Rodeada de libros a veces me digo que la vida de un lector es la de sus libros. Los que conservó, los que perdió, los que regaló.

Del segundo estante saluda Philip Marlowe  y Walsh empieza a contarme lo que sucedió aquella noche de 1956 cuando dejó de jugar al ajedrez para complicarse la vida. También  Paul Auster empieza a leerme su Diario de invierno y ya mi biblioteca se llena de voces y de historias.


Borges pensó a la biblioteca caótica e infinita como el universo.  Juarroz escribió que el aire allí es diferente, que entre los libros se forma un círculo mágico.  He sabido de lectores que se perdieron en sus propias bibliotecas y de otros que se escondieron en ella y ya no quieren volver.

lunes, 25 de agosto de 2014

Blas Tadeo Cáceres, in memoriam


No sólo era su voz radiofónica, cavernosa, salida de un radioteatro de los 50. No sólo era su porte juvenil a pesar de los años, ni la sonrisa que se descolgaba de su boca como una luna de crayón con las puntas para arriba.
No sólo eran sus historias que parecían escapadas de la Mil y una noches, una avalancha de mujeres gráciles y fantasmales, príncipes japoneses con farolitos encendidos en jardines dibujados con sombras y oliendo a frutas salvajes.
No sólo eran sus poemas que hablaban de lo inasible, de eso que se nos escapa cuando creemos tener la servilleta puesta para asistir al festín de la vida. Versos en los cuales siempre había un barco verde alejándose en un mar de jade. Su mar, el que veía desde la ventana de su oficina en el sur.
No sólo eran sus relatos de médico que  además de hendir el bisturí cura con la palabra y escribe en su recetario otros posibles itinerarios para que no duela la vida.
No sólo era ese hombre que escribe que camina solo por la playa para descifrar caracolas y fósiles marinos.. Era el que traducía el rumor de las olas, pasaba a palabras humanas el idioma de los abismos.

Me han dicho que se ha ido esta madrugada. El mar está en silencio. Pero sólo hasta que todos nos acostumbremos a su muerte y volvamos a escuchar los relatos que sigue narrándonos con su voz de marinero.

domingo, 22 de junio de 2014

Chicos que sufren en la literatura

Busco en mi biblioteca uno de los primeros libros que leí: “Cuentos para niños” de la Editorial Sopena, publicado en Barcelona muchos años antes de que yo naciera. No es mío, se lo habían regalado a mi hermana. Uno de los cuentos se titula “Un susto”, y es la historia de una chica, Lulú, que queda sola en su casa mientras los padres van a visitar a una enferma. Como es muy imaginativa y ha leído recientemente un libro titulado “Cuentos de hadas” siente miedo cuando se hace de noche. Se refugia en su cuarto y, tirada en la cama, comienza a ver             -surgidos de todos los rincones- duendes con caperuzas y barbas, grotescos enanos, enormes fantasmas danzantes, todos tendiendo las manos hacia ella para atraparla.
Por suerte, nos dice el narrador, pasa por ahí el Hada de la Casualidad e hace que, en la cocina, el gato tire una jarra produciendo gran estruendo. Lulú corre desesperada y se oculta en un rincón hasta que, un cuarto de hora después, llegan sus padres y hacen que los seres imaginarios desaparezcan de la cabeza de la niña.
Un cuento como tantos de los de mi época. Iba acompañado de una ilustración bastante siniestra en la que los duendes y los fantasmas parecían salidos de una película de terror. Ponían los ojos en blanco y mostraban sus colmillos salientes. La chica iba vestida de negro y se tapaba los ojos con la mano para protegerse.
Ese fue el primer personaje infantil que recuerdo sufriendo. La literatura destinada a los niños nos lleva por miles de historias en las que los chicos son víctimas de los atropellos, de la impiedad y la desconsideración de los adultos. En el cuento de Lulú, los padres la dejan sola toda una tarde en una casa sombría con la única compañía de un gato.

Claro que si de padres abandónicos se trata, con solo pasearnos por los cuentos que los hermanos Grimm y Perrault recopilaron en los siglos XVIII y XIX encontramos a montones. Hansel y Gretell es uno de los cuentos más crueles que se puedan contar porque es la historia de dos hermanos abandonados por el padre y la madrastra en el bosque con la excusa de que no tienen nada para darles de comer. Cuando se encuentran con la engañosa casa de chocolate aparece la bruja que enjaula a Hansel para comérselo crudo, y encima lo engorda lentamente. Para compensar tanta crueldad Gretel logra tirar a la bruja al horno encendido y la quema viva. Como los chicos regresan con una bolsa llena de oro, los padres los reciben contentos. ¿Tiene un final feliz este cuento? Según esta historia, hay que llevar un tesoro a casa para ser amado.
En los cuentos de hadas aparecen todo tipo de crueldades dirigidas a los niños. A Caperucita Roja se la come un lobo, Cenicienta tiene que soportar todo tipo de desprecios y burlas de sus hermanastras, a Blanca Nieves, la madrastra la manda a matar y a que le arranquen el corazón, a Pulgarcito y sus hermanos el Ogro los anda buscando para cortarles la cabeza y en Pinocho  el Zorro y el Gato se abusan de la ignorancia del muñeco de madera,  le roban las monedas de oro y  lo cuelgan de una encina.

Niños pobres y maltratados deambulan por casi todos los estantes de mi biblioteca buscando un poco de consuelo. Lo hacen David Copperfield y Oliverio Twist, los personajes de las respectivas novelas de un escritor inglés, Charles Dickens, que no dudó en contar la crueldad de la sociedad del siglo XIX en la que le tocó vivir. Tanto David como Oliver  se quedan huérfanos, reciben palos de los maestros, desprecios de sus padrastros y sienten hambre.
También medio muerto de hambre me espera en un estante de mi biblioteca Lazarillo de Tormes, el protagonista de una novela picaresca española del siglo XVI. Lazarillo es un chico que queda solo en el mundo. Cuando el padre se muer, su madre le dice esta crueldad: “Criado te he, válete por ti” y lo manda a que se las arregle por los caminos. Por suerte el chico es vivo y se las ingenia para ir de amo en amo aunque siempre, con hambre.

La orfandad es una constante en los relatos para niños y jóvenes. El héroe casi nunca tiene padres, por lo tanto tiene que reinventarse. Los padres de Harry Potter fueron asesinados por el mago Voldemor una noche de Halloween. Tom Sawyer vive con su tía Polly en un pueblito junto al Missisippi, y el Principito, está en su planeta con la sola compañía de una rosa.
La pobreza y el hambre siempre determinan que estos personajes niños inicien un largo viaje, vivan una aventura y obtengan una riqueza o realicen una hazaña. Así Charly, el de la fábrica de Chocolate de  Roald Dahl, se somete a los caprichos del excéntrico  Willy Wonka, Bastián Baltasar Bux, el de “La historia sin fin”, que es un chico huérfano de madre, viaja a través de un libro al mundo de Fantasía para compensar sus días solitarios. En una de las historias de Struwwelpeter, e Peter el desmelenado, un libro escrito por el médico alemán Heinrich Hoffmann, el protagonista se niega a tomar la sopa por cuatro días hasta que convertido en un fideo de flaco se muere a la quinta jornada de inanición.


Los chicos y las chicas de papel que rondan mi biblioteca tienen maestros que pegan coscorrones a los que se portan mal en la cabeza, tienen padres que los dejan o los olvidan, y andan por caminos embarrados y muertos de frío. La literatura cuenta, sin disimulo, lo que a veces les sucede a los niños cuando la sociedad no respeta sus derechos.

lunes, 26 de mayo de 2014

Marionetas, autómatas y muñecas que escriben cartas


De los estantes de mi biblioteca cuelgan varios muñecos. Entre ellos una marioneta que hizo mi hijo cuando tenía diez años, una especie de gaucho como los que dibujaba Molina Campos  con bigote manubrio y boina negra y un Pinocho comprado en Italia que me recuerda que pronto se convertirá en niño.
Los muñecos y artefactos afines como autómatas, marionetas y androides habitan en muchos de los libros de mi biblioteca. Desde la antigüedad  hemos inventado esos seres que se parecen a nosotros para no sentirnos tan solos.
Así lo pensó el filósofo René Descartes, que en 1860, construyó un autómata con la apariencia de su hija y lo llamó “mon fill Francine”
. Era una muñeca de porcelana, de manos finas y largos dedos, que tocaba el piano y se desplazaba por sí sola. Dicen que el filósofo  se había aficionado tanto a ella que la llevó en un viaje a Holanda, escondida en un cofre para evitar suspicacias.
El capitán del barco moría de la curiosidad por saber qué guardaba Descartes en el cofre y, en un descuido del filósofo, entró en el camarote. Al abrir la caja, la muñeca se incorporó y echó a andar. El horror se apoderó del capitán y, en un instintivo arrebato, la tiró por la borda.
La muñeca flotó un instante y luego se hundió en las profundidades del mar. Dicen que Descartes, cuyo carácter irascible se manifestaba en frecuentes ataques de furia, consumó la venganza tirando al capitán por la borda como este lo había hecho con la muñeca. Pero es probable que sean habladurías de la historia.
En un relato titulado  El hombre de arena de Hoffman,  hay un personaje cuyo nombre es Nataniel que se enamora de la hija del profesor de física Spalanzani -una belleza de nombre Olimpia- que posa enigmática en la ventana y parece escurridiza.
Olimpia le parece a Nataniel especial, hermosa, sublime. Le habla. Ella solo contesta “Aj, aj”, pero eso basta para que un romántico construya un mundo y sienta que su pecho se inflama de amor con fuerza incontenible. No ve -su desbordado sentimiento se lo impide- que “en sus líneas perfectas sólo se advertía una falta, un ligero arqueamiento del talle, consecuencia al parecer de un exceso de presión en el corsé. La beldad se desplazaba con una cierta rigidez que se atribuía a su natural timidez.” Es que era una autómata, una muñeca que tenía en su interior un complicado mecanismo.

Los androides fascinaron a los hombres de los siglos XVIII y XIX. Jacques Vaucanson se presentaba en las cortes europeas con su autómata flautista que era capaz de ejecutar melodías barrocas siguiendo con los ojos la partitura o el pato mecánico, cuatrocientas piezas móviles que lo hacían graznar y comer de la mano del público. Y Pierre Jaquet-Droz, junto a su hijo, construyó muñecos capaces de escribir, dibujar o tocar instrumentos.

No es raro, entonces, que la literatura se pueble de muñecos o seres inventados por científicos ingeniosos. Un hombre hecho con retazos de cadáveres  protagoniza Frankestein, de Mary Shelley, un niño construido con un trozo de madera  es el inolvidable Pinoccio de Carlo Collodi, una máquina capaz de jugar al ajedrez sin perder jamás, aparece en El jugador de ajedrez de Maezel, de Edgard Allan Poe.

Cristian Andersen coloca en uno de sus cuentos a un soldadito de plomo que carece de una pierna y que se enamora de una bailarina y en la película Toys Story los juguetes cobran vida cuando Andy, su dueño, abandona la habitación.
En El maravilloso Mago de Oz de Frank Baum, su protagonista. Doroty, es acompañada, entre otros amigos, por un hombre de hojalata que anda triste porque no tiene corazón y lo necesita para volver a amar a su chica.


Una de las historias más lindas que se refieren a muñecos fue protagonizada por Franz Kafka, el célebre escritor checo y contada por Jordi Sierra i Fabra en su libro Kafka y la muñeca viajera y también por Paul Auster en The Brooklin Follies.

Un año antes de su muerte, Franz Kafka mientras paseaba por un parque  de Berlín, encontró a una niña que lloraba desconsolada porque había perdido su muñeca. El escritor intentó calmar a la niña inventando una historia: la muñeca no estaba perdida, se había ido de viaje y él, que era un cartero de muñecas, tenía una carta que le daría al día siguiente en el mismo parque. Esa noche, cuenta su novia Dora Dyament, Kafka bastante afiebrado, escribió esa carta con el mismo empeño con que escribía las obras que lo hicieron inmortal. Durante tres semanas entregó puntualmente cartas a la niña narrando las historias extraordinarias de la muñeca por todas partes del mundo. Sin embargo, nunca volvió a saberse ni de la niña  ni de las cartas.
Es probable, nos queda imaginar, que las cartas que escribió Kafka siguen en poder de la muñeca. Porque los muñecos de mi biblioteca son tan misteriosos como los que, por las noches, se despiertan y juegan sin control en los cuartos de todos los niños del mundo.


viernes, 9 de mayo de 2014

Gatos

Tengo un gato gris, bastante tranquilo que me mira cuando escribo y me acerca algunas ideas. Lo acepté porque me acordé de lo que había dicho un novelista argentino, Osvaldo Soriano, que un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo. Se hizo amigo del perro y todo estaba tranquilo en mi  casa. Pero ahora ha aparecido otro gato, uno negro de pelo sedoso y ojos amarillos. Le he pedido que se fuera, le he  dicho que ya tengo un gato, pero los gatos son animales que suelen apropiarse de las casas. Ahora mi casa es de él. Por eso pensé en los gatos que andan por novelas, poemas y cuentos. 




Una de las historias de amor más hermosas la escribió el brasileño Jorge Amado, una historia de amor entre un gato manchado y una golondrina llamada Sinhá. Un gato malo y egoísta que cae rendido de amor cuando conoce a una golondrina grácil y risueña  mientras todos los animales del bosque murmuran por lo bajo: “¿Dónde se ha visto que un gato pasee por los rincones con una golondrina? Los gatos son enemigos de los pájaros. Hay una vieja ley no escrita que dicta pato con pato, gallo con gallina, perro con perra.”
Además de gatos enamorados encuentro en mi biblioteca otro que habla y cuando lo hace la gente tiembla. Es Tobermory, el personaje de un cuento del mismo nombre del inglés Saki.
Tobermory es el gato mimado de una casa aristocrática de fines del siglo XIX. En una reunión un científico, Cornelius Appin, revela que es capaz de hacer que los animales hablen y que su primer alumno ha sido Tobermory. El gato demuestra sus habilidades pero descubre secretos y chismes de los presentes. Tan incómodos que deciden envenenar a la mascota.
También encuentro gatos dorados en un cuento del escritor argentino Germán Rozenmacher. En él  se describe un diálogo misterioso entre un viejo pianista que acompaña los ensayos de artistas vocacionales en el sótano de un café y un gato que lo acompaña permanentemente. “Un gato que volaba, que se dejaba arrastrar por el viento, como una hoja otoñal, dorada y leve”.

Edgard Allan Poe escribió un cuento de horror que tituló El gato negro, y como es tan de miedo vamos a pasar a otro gato. El escritor Raymond Chandler, autor de varias novelas policiales tuvo una secretaria, Taki. Era una gata persa que tenía una memoria de elefante y, aunque distante, cuando estaba de humor, le decía al escritor algo así como “podrías hacerlo mejor”.



Hemigway escribió un hermoso cuento que tituló “Gato bajo la lluvia”, por eso de que los gatos y la lluvia dan historias de amor desencontrado.
Hay gatos de todos los tipos en la literatura para niños. El más famoso, quizá es el que usa botas y se cuelga una bolso al hombro en el cuento de Charles Perrault, tan astuto que consigue un reino para su amo que ha sido desheredado. El más sonriente, el gato de Cheshire creado por Lewis Caroll en Alicia en el país de las maravillas, tiene la capacidad de aparecer y desaparecer mientras conversa con la niña.
Los gatos son tan extraños que siempre inquietaron a los escritores. Por eso no sé que voy a hacer con el gato negro que se apropió de mi casa. Por lo pronto, para terminar, comparto  este poema del poeta chileno Pablo Neruda:


El hombre quiere ser pescado y pájaro, 
la serpiente quisiera tener alas, el perro es un león desorientado, el ingeniero quiere ser poeta, la mosca estudia para golondrina, el poeta trata de imitar la mosca, pero el gatoquiere ser sólo gato 
(Texto leído en el programa Luna de plastilina)


martes, 29 de abril de 2014

Viaje a la luna

(de la columna “Viajes por la biblioteca” para el programa Luna de Plastilina)

Una luna de plastilina es una luna que cambia de forma, que uno puede convertirla en otras cosas: en un paraguas, en un zapato, en una albóndiga o en un aeroplano. Lo bueno de las lunas de plastilina es que se pueden hacer de muchos colores y quizá -porque aunque los astronautas la hayan pisado- sigue estando tan lejana que nos invita a dibujarla, a escribirla, a filmarla.
Al francés George Méliès le pareció interesante contar un viaje a la luna con imágenes en movimiento con ese invento que parecía mágico y fascinaba al público: el cinematógrafo. Inspirado en las novelas de Julio Verne, “De la tierra a la luna” y de Los primeros hombres en la Luna", de Herbert George Wells filmó Le voyage dans la lune, Viaje a la luna, en 1902.  Resultó una película de ciencia ficción, la primera en ese género. El viaje en cuestión lo hacían unos astrónomos que iban en un cohete vestidos con frac y galera. La escena más famosa de esta película es la de la cara de la luna que recibe  el impacto del cohete espacial disparado por una bala de cañón en el centro del ojo. De ahí en más los astrónomos viven un montón de aventuras como el ataque de las selenitas (que serían los habitantes de la luna) y sufren una tormenta de nieve.
Pero mucho más lejos en el tiempo, en el siglo II de nuestra era, uno de los primeros escritores  humoristas, Luciano de Samósata escribió Historia Verídica donde cuenta un viaje a la luna y describe a sus habitantes, los selenitas, que hilan  los metales y el vidrio como si fuera lana, que se sacan y se ponen los ojos y que  exprimen y toman jugo de aire.
En el siglo XVI el poeta italiano Ludovico Ariosto imaginó que su personaje de Orlando el fuioso, Astolfo, encuentra en la luna todo lo que se pierde en la tierra, desde las lágrimas de los amantes desdichados hasta el tiempo malgastado.

El poeta español Federico García Lorca escribió muchos poemas y obras de teatro en los que la luna anunciaba la llegada de la muerte. Uno de los poemas más conocidos es el Romance de la luna luna, en el que el astro baja a buscar a un niño gitano que ha caído dentro de una fragua.  En un drama titulado Bodas de sangre la luna aparece en un bosque disfrazada de mendiga para avisarles a los personajes que la muerte anda cerca.
El mismo Federico dibujaba a la luna. Hacía una linda firma en la que delineaba una L larga y dibujaba una luna que lloraba y se reflejaba sobre la superficie donde se asentaban el resto de las letras.
También los pintores usaron a la luna como tema de sus obras. Van Gogh la pinta iluminando un paisaje con fábricas, Kandinsky la resalta sobre un cielo negro y la rodea de estrellas, Dalí la pinta junto a un dedo pulgar y a un pájaro putrefacto y Georgia O’keefe no la pone en el cuadro, sólo dibuja la escalera para subir hasta ella.

Luna se le dice a la superficie bruñida de los espejos, tener luna es estar enojado, y andar pensando fantasías nos hace lunáticos. Cuando yo era chica y miraba a la luna en las noches de verano imaginaba que había un rey sentado sobre un trono de rocas. En ese entonces, leía muchas historias de reinos lejanos, de dragones y de princesas. Hoy, cuando la miro, veo a un hombre pensativo con las manos apoyadas en la cara como la estatua El pensador de Rodin. A lo mejor de verdad es de plastilina y por eso los artistas la escriben, la dibujan, la filman y la cantan de mil formas.

Los que saben, dicen, que la luna anda un poco cansada, ya no quiere que la nombre en boleros ni la invoquen los poetas. Quiere seguir siendo una luna de plastilina que puede transformarse, también, en cualquier otra cosa. María Cristina Alonso

jueves, 6 de marzo de 2014

Día internacional de la mujer. No son flores lo que las mujeres reclaman

Mujeres.
No son tan frágiles como se las imagina. Les regalan flores, pero ellas tienen ocupadas las manos con hijos, trabajos, ropa para lavar, cuentas por pagar, proyectos que realizar.
Las piropean el día internacional de la mujer, pero ellas quieren escuchar  justicia, quieren que no las golpeen, que no las discriminen, que no las aparten de sus hijos, que no las humillen.
Les dicen que son las reinas de la creación, pero después las obligan a tener hijos no deseados, a cobrar salarios de hambre, a rendir examen todo el tiempo.
Sin embargo las mujeres, sin cuarto o con cuarto propio -como sostenía Virginia Wolf a comienzos del siglo XX- han tenido que luchar palmo a palmo su derecho a no ser discriminadas en este mundo que a veces parece hecho sólo para los hombres.
Se confunden los que piensan que el día de la mujer se celebra con las habituales frases hechas que exaltan su fragilidad, su dulzura, su pertenencia al bello sexo. El día de la mujer tiene un origen militante. La fecha conmemora una manifestación femenina reprimida salvajemente, en la ciudad de Nueva York (EE.UU.), el 8 de marzo de 1857. Ese día, cientos de mujeres de una fábrica de textiles habían organizado una marcha en contra de los bajos salarios y las condiciones inhumanas de trabajo.
También en el mismo día, pero 52 años más tarde, Nueva York fue de nuevo testigo de las protestas de miles de mujeres trabajadoras.
A lo largo del siglo XX las mujeres han encabezado protestas de diversa índole y cada nuevo escalón en la consecución de sus derechos ha sido una dura batalla.
En un día como hoy las protagonistas son aquellas que, rompiendo viejos mandatos, se animaron a enfrentar el cerrado orden masculino.
El día de la mujer está cubierto con los pañuelos blancos de las madres que, marchando alrededor de la pirámide de Mayo, arriesgaron sus vidas para clamar por sus hijos desaparecidos. Tiene la perseverancia de las Abuelas, que siguen rastreando a sus nietos tantos años después. Y la voz de esas madres que piden justicia por sus hijos víctimas de la violencia en una sociedad cuya única ley es la de la selva.
El día de la mujer tiene la fuerza de esas otras que escriben o pintan, o estudian en las mezquinas horas que les dejan sus trabajos agobiantes. Y la de ésas, que crían solas a sus hijos cuando los hombres rehuyen sus obligaciones.
Tiene la melodía de aquellas que cantan  a contrapelo de la realidad, y de las que -con paciencia- enseñan las primeras letras, y de las que se abren paso, a codazos o como pueden.
El día de la mujer es, además, Alfonsina Storni defendiendo su derecho a ser poeta, madre soltera e independiente; o Sor Juana, la docta, que se consagró a la iglesia para poder dar rienda suelta a sus enormes ansias de saber en tiempos en que sólo había dos lugares para la mujer, la casa y el convento. Y ni aún en el convento la dejaron tranquila con sus libros.
Y es Aurora Dupin, haciéndose llamar George Sand  para publicar sus novelas y vistiéndose de hombre para asistir a los cafés parisinos del siglo XIX.
Y también Juana Manuela Gorriti, escritora y patriota, intentando vivir de la literatura no sólo con cuentos fantásticos sino también con libros de recetas de cocina.
Y las otras, las científicas, las sufragistas, las maestras, las políticas que no se corrompen, las que todos los días salen a ganarse el pan. Y también las que padecen la violencia, el hambre, la desnutrición, el analfabetismo, la discriminación.
Las conocidas y las anónimas.
También es mi abuela,  aprendiendo -en aquella aldea gallega- a leer y a escribir detrás de una puerta porque su padre, el maestro, sólo impartía las primeras letras a los hombres.
Y es la fidelidad de mi madre, pilar de una casa hasta que le dieron las fuerzas. Y mis amigas y colegas que todos los días pelean por un espacio de libertad, por no ser humilladas, por no reproducir los modelos machistas que aún hoy imperan.

No son flores, entonces, lo que ellas esperan. Ni siquiera que exista un día de la mujer. Esperan un mundo más justo, una esperanza tan desmedida como las batallas que fueron ganando a regañadientes.

viernes, 17 de enero de 2014

Plantar una lengua

Gallito ciego
Hernán Schillagi
Libros de piedra infinita, 2013


Una secreta trama unifica estos poemas en los que la escritura, y sus ideas afines: mensajes, textos, cartas, palabras, intentan plantar una lengua para escribir al futuro. En los versos del epígrafe -extraídos de un poema de Boccanera- está la primera clave de lectura: “escribir con la mano del deseo, ese libro que mañana hablará como un hijo”.
Como en el juego del gallito ciego al que remite el título, el poeta intenta orientarse hasta encontrar las palabras que alumbren las zonas de oscuridad, que lo devuelvan a la aldea de la infancia de donde fue desterrado, que lo ayuden a improvisar la última palabra.
Poesía que remite a otros textos, emanada de un lector que se guarda personajes para luego compartirlos. “arqueología del café” remite al comienzo de El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, “Strogoff” es una clara alusión a la novela de Julio Verne, Strogoff, el mensajero del rey. En ambos  textos se busca que la palabra defina, evoque, abra un paréntesis.
He aquí la segunda clave, la poesía como mensaje cifrado, como un enhebrar palabras con los ojos vendados, un aferrarse al idioma sin soltarse para entender la existencia.
El libro de poemas de Hernán Schillagi  resplandece en imágenes, algunas nos remiten a actos cotidianos: encender una salamandra, rallar una manzana, viajar en colectivo, pero detrás de los gestos sencillos, están las historias sin contar, esa “ficción que sangra y late en los gestos rotos”
 Poemas que remiten no a los iluminados lugares que idealizamos sino a sus zonas más oscuras donde merodea la muerte como expresa el poeta en  “el sabor de lo perdido recuperado”.  Porque la palabra es aquí un rayo que hiere pero también libera al silencio (“lengua suelta”)
Poemas en los que las metáforas  se construyen desde la observación de acciones mínimas trazando  una escritura imposible de traducir como es toda experiencia humana y que solo se conserva en los dedos que “son la memoria del tiempo”
Una escritura que intenta nombrar el mundo como sólo un poeta puede hacerlo. Sólo él  puede oír la música de las palabras aun en los periódicos usados para envolver un ladrillo que paliará el frío del invierno y que permitirá ahuyentar a los monstruos.
Construcción imaginaria de una lengua que pueda descifrar los secretos, los sueños, el quiebre de la inocencia, el amor y la muerte.

Hernán Schillagi (1976, San Martin, Provincia de Mendoza, Argentina)