jueves, 24 de mayo de 2012

El lector de Julio Verne de Almudena Grandes

El lector de Julio Verne de Almudena Grandes es un relato apasionante. La historia de un niño que se mueve entre dos mundos no sólo enfrentados sino que sustentan valores contrapuestos. Vive en e la casa cuartel de un pueblo de la Sierra de Jaén pero se mueve en el ámbito de los que aún resisten la opresión del franquismo. Nino es hijo de un guardia civil, pero a lo largo de la historia que narra ya adulto, elige el otro bando, el de los que conspiran y se mueven con heroísmo y dignidad continuando la guerra perdida frente a los nacionales

Con “Corazón helado”, Almudena Grandes ya nos había instalado en la Guerra Civil española y sus nefastas consecuencias. Pero en esta novela nos habla de la posibilidad del ser humano de resguardarse de la brutalidad y la injustica a pesar del contexto desfavorable en que le toca vivir.

El protagonista es un personaje que cruza la frontera a través de la amistad y la posibilidad de salvarse gracias a la lectura. Nino se hace amigo de Pepe el Portugués que vive aislado en un molino y que se convertirá en el modelo de lo que querrá ser cuando sea grade y de las viudas y huérfanas del cortijo de las Rubias donde irá a tomar clases de mecanografía y donde encontrará una biblioteca que iluminará su mirada sobre la realidad.

En el cuartel donde vive es testigo de la brutalidad del poder y pronto descubre que muchos resisten el autoritarismo de mil maneras, o colgando ropa negra en señal de duelo por los parientes fusilados o escondiendo una imprenta clandestina y resistiendo a pesar del miedo.

Entre los que se han marchado a la sierra a continuar la lucha y los que han quedado en el pueblo, la fama de Cencerro, un célebre guerrillero que, a pesar de haber muerto resurge en la imaginería popular, demarca esa época que transcurre entre 1948 y 1949, años en que la resistencia antifranquista se expresa en una guerra de guerrillas que determina las complejas relaciones de los habitantes de Fuensanta de Martos.

Nino, con diez años, se convierte también él en un enlace de los rojos y puede reflexionar sobre la violencia de la guardia civil a pesar de su padre, gracias a sus amigos y a la lectura. Los libros de Julio Verne que le presta Elena, su profesora de mecanografía y, La isla del tesoro de Stevenson le ayudarán a entender la ambigüedad de esa guerra que se libra a su alrededor y en la que nada es lo que parece.

Su mundo infantil se convierte en un mundo de adultos, pero Nino, a pesar de asistir al final de la inocencia, descubre en la lectura la imagen de lo que será en el futuro, un activista político que enfrentará al régimen con la sabiduría que aprendió en el monte. “Yo había abandonado el monte, pero el monte nunca me había abandonado a mí. Su memoria seguía viviendo en mi cabeza y en mis tripas, me protegía, me amparaba, afilaba mis instintos, mis reflejos, congelaba mi sangre dentro de las venas y me recordaba siempre a tiempo el número y el nombre, los rostros y los hechos de los traidores”, cuenta Nino cuando ya, convertido en profesor de psicología y cuadro importante del Partido Comunista, sigue desafiando a la dictadura de Franco.

Esta es una novela que pertenece a la serie de Episodios de una Guerra interminable, de la que ya forma parte “Inés y la alegría” que Almudena Grandes se propone escribir a la manera de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

viernes, 4 de mayo de 2012

Mapas inquietantes

En “Magias parciales del Quijote” Borges dice: “Imaginemos que una porción del suelo de Inglaterra ha sido nivelada perfectamente y que en ella traza un cartógrafo un mapa de Inglaterra. La obra es perfecta; no hay detalle del suelo de Inglaterra, por diminuto que sea, que no esté registrado en el mapa; todo tiene ahí su correspondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa; que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito.” Ahí radica la naturaleza inquietante que nos trasmiten los mapas. Y su fascinación.


Mi padre llevaba siempre en la guantera de su Citröen un atlas de Firestone con la red caminera argentina, publicado en el 68, y en su tapa, un sello que daba cuenta de que el obsequio de dicha publicación, se debía a la estación de Servicio YPF de Capiet, en la que él cargaba nafta con una fidelidad inquebrantable. No era un gran viajero mi padre, apenas si recorría la misma ruta de la provincia cuando iba a La Plata a visitarnos a mi hermana y a mí y sí, mucho, los alrededores del pueblo. Pero ese atlas era como una promesa del mundo que podría recorrer si se hubiese animado. Me gustaba, en los viajes, cuando lo acompañaba, recorrer las páginas en las que el mapa de la República Argentina aparecía parcelado y daba cuenta de rutas, caminos, vías del ferrocarril, y detenerme en las recomendaciones para el eventual conductor: Cómo deben viajar los niños, cómo colocar el vehículo en la banquina, cómo adelantarse a una vehículo, una tabla de presiones y cargas de las cubiertas y las señales del camino.

Un mapa es como un anticipo de las prometedoras aventuras por vivir.

A partir de un mapa Robert Louis Stevenson escribió su más famosa historia de piratas, “La isla del tesoro”. En un ensayo sobre la escritura de esta novela, nos cuenta que su obra comenzó con un mapa que dibujó para su hijastro en una época de lluvias y tormentas: “En una de esas ocasiones dibujé el mapa de una isla; su forma obligó a mi habilidad a ir más allá de lo habitual, contenía muelles como si fueran sonetos y, sin percibir a lo que estaba destinada, titulé mi realización La isla del Tesoro. (…) mientras me detenía en el mapa empezaron a hacerse visibles entre bosques imaginarios los futuros personajes del libro.

Más adelante agrega: “He dicho que el mapa fue gran parte de la trama. Podría decirse que lo fue todo. Unas pocas reminiscencias de Poe, Defoe y Washington Irving, una copia de Bucaneers de Johnson, el nombre del Cofre del Hombre Muerto tomado de At Last de Kimgsley, algunos datos sobre la navegación en alta mar y el propio mapa con su infinita elocuencia sumaba el total de mis materiales.

En la escuela de mi infancia había una mapoteca, lugar inquietante y misterioso. En la oscuridad de ese salón con los vidrios tapados con pesadas cortinas, vibraban los desiertos de África, los mares del sur, las islas secretas, las planicies doradas, la humedad del Amazonas, y yo, una niña de pueblo, sentía que ahí dentro, enrollado en esos mapas de tela resquebrajada, la tierra hablaba y respiraba invitándome a escapar hacia ella en el tedio de esas mañanas interminables.

No había leído aún “El corazón de las tinieblas” de Joshep Conrad pero hubiera podido escribir como él: "De muchacho tenía yo pasión por los mapas. Hubiera mirado durante horas enteras mapas de América del Sur, de África, de Australia y me hubiera perdido en todas las glorias de la exploración. En aquel entonces había en la tierra muchos espacios en blanco, y cuando yo veía en un mapa uno que pareciera especialmente atractivo (y todos lo parecían), hubiera puesto mi dedo sobre él para decir: Cuando crezca iré allá”.

Cuando mi hijo era pequeño, a los cuatro o cinco años se aficionó a los mapas. Su fiebre por la cartografía lo llevó a calcar cuanto mapa caía en sus manos. Calcó todos los que encontró en los libros de la casa y luego tuve que recurrir a la biblioteca de la escuela para que, con su trazo inseguro al principio, y luego firme y perfecto cuando se adiestró, llenara hojas y hojas de papel de calcar con los mapas de todos los continentes, pintados con fibras de colores. De grande –estoy segura que fue gracias a aquellos mapas- se convirtió en un viajero con mochila al hombro, un guitarra y poca plata.

Muchos escritores dibujaron mapas de los territorios que inventaron. La edición de Emecé de 1965 de la novela “¡Absalón, Absalón!” de Faulkner -que reviso mientras escribo sobre mapas- incluye el mapa que su autor dibujó sobre el territorio que inventó, el condado (ficticio) de Yoknapatawpha En él se consigna la línea de ferrocarril de Juan Sartoris (puesto así, en español), la capital, Jefferson, la colina de los pinos, las tierras de los indios Chickasaw.

También Tolkien dibujó el mapa de la Tierra Media para “El señor de los anillos” y Rider Haggar hizo el suyo cuando escribió “Las minas del rey Salomón. Julio Verne diseñó mapas para explicar el recorrido que sus personaje hacen en “La vuelta al mundo en 80 días”, “Cinco semanas en globo” o “Veinte mil leguas de viaje submarino”.

Todo mapa es un relato que contiene otros en su interior. Los mapas de lugares reales o inventados siguen siendo una invitación a poner en juego los resortes de nuestra imaginación.