viernes, 23 de noviembre de 2012

El hombre del gabán de María Cristina Alonso

(Palabras de la Licenciada Marta Pasut para la presentación de la novela en el Centro Cultural Florencio Constantino)



El hombre del gabán no es una biografía ni una novela histórica. Hay en ella, sí, muchísimas referencias que pueden ser corroboradas en cualquier bibliografía específica. Por la novela desfilan el escritor Miguel de Unamuno; Enrico Carusso; Eduardo Zamacois; el payador Gabino Ezeiza; algunos bragadenses como Ramoncito Ibarra, Pito Blanch, Andrés Barrera, los hermanos Islas, Electo Urquiza… Por sus páginas volvemos a revivir hechos que alguna vez hemos conocido: la inauguración de este teatro, la invención de kinestocopio, las guerras carlistas, las inundaciones de Bragado en el 13…

La trama nos lleva por los lugares que recorrió Constantino. A través de ella despedimos al siglo XIX y entramos al XX, deambulando con el cantante por los teatros de Buenos Aires, Nueva York, Varsovia, Moscú, mientras en nuestros oídos resuenan las notas de La Bohéme, Rigoletto, Tosca, Lucía de Lamermoor…
Pero entre esos lugares rastreables, entre esos nombres y hechos reconocibles, aparecen también Miguelito, Rosa, Pierre, Paco, personajes entrañables inventados por la autora. Ella ha creado el mundo de todos estos seres, y ha ido transitando por sus pensamientos.
Y estas son las licencias que permite la literatura. Porque, en definitiva, no se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo.
A lo largo del proceso de escritura, Cristina Alonso ha buceado por los más diversos mares. A través de ellos fue recorriendo el tiempo en que vivió Florencio Constantino. Cada paso dado le abrió nuevas puertas: tuvo que penetrar por ellas al mundo de los autómatas, a los terrenos de la ópera, al país de los sueños, para llegar también al lugar de la locura.
Y de esa amalgama entre verdades y mentiras, nació El hombre del gabán.
En la página 75, Constantino le pregunta al Dr. Venancio Macías “¿De qué otra manera puede contarse la hazaña de saltar de una trilladora en las pampas argentinas, a la ópera -que es un arte excelso del que disfrutan las clases pudientes-?”
Y esta pregunta es la que también ha de haberse planteado Cristina, con todos los materiales sobre la mesa. La manera que ella elige es contar esta vida desde los momentos finales del tenor, en los desvaríos de la locura. Y -desde ahí- se expande a toda su trayectoria. Coloca a Constantino en el Instituto para enfermos mentales Lavista, en el DF de México, allí, donde el Dr. Macías está escuchando la historia del tenor, porque le interesa esa vida y se plantea, también, cómo contarla.
La autora decide empezar desde atrás y –a través de sucesivos flash back- el lector va recuperando pasajes importantes de la vida del protagonista. Esos saltos hacia atrás están contados por distintas voces: Luisa, la primera mujer; Miguel de Unamuno, la corista Hontabot, Mendizábal, Miguelito…
Y así nosotros, los lectores, vamos configurando ese universo.
Las novelas mienten –es cierto- pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es.

El mérito de esta novela es revivir a Constantino, sacarlo de un mero dato en una cronología y darle la envergadura de un ser de carne y hueso. De ahí que suframos con su padecimiento y nos hagamos más conscientes de la fragilidad humana y de las veleidades de la fortuna o de la fama.

En esta historia, Constantino tiene un sueño recurrente. Sueña con que el teatro se inunda. El agua anega el subsuelo y las paredes se resquebrajan. Tal vez lo que veía en sus sueños era muy parecido a lo que creó Ernesto Pereyra para esta tapa. El teatro ha sido construido en el barrio de las ranas, no lejos de la laguna, tan a merced de las inundaciones –piensa Constantino muy cerca de su muerte-.
Podríamos decir que esos sueños –de alguna manera- preanunciaban la decrepitud en que cayó el edificio durante algún tiempo.
Pero los años nos han dado la posibilidad de ser testigos de una gran reparación. Hoy estamos presentando una novela sobre el tenor en un Teatro Constantino impensado para Bragado.
Desde algún lugar, este Florencio Constantino que protagoniza la novela y aquél que la ha inspirado han de sentirse totalmente satisfechos.

Yo los invito a que conozcan a este hombre del gabán. A que se sumerjan en estas páginas y se dejen ganar por la ilusión novelesca. Solo así, conociéndolos, los sueños de Constantino seguirán haciéndose realidad.


sábado, 17 de noviembre de 2012

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Del Templo de las Artes en California al Complejo Cultural Florencio Constantino en Bragado

A veces los sueños tardan cien años

En 1918 Florencio Constantino está en California y ya casi se ha retirado de los escenarios. Sus últimos años norteamericanos han sido duros, le han acarreado demandas, juicios, achaques y sinsabores. Pero todavía tiene sueños y algo de dinero para concretar una vieja idea: la creación de una escuela donde se enseñe arte.

El tenor, que todavía conserva su fama, ha tenido siempre la vocación de acercar el arte al pueblo. Él es un hombre del pueblo aunque su voz le haya permitido codearse con reyes, aristócratas e intelectuales. Cree en la necesidad de la formación musical de la niñez para desarrollar talentos, sobre todo de los hijos de las clases más pobres. Acaso recuerde su infancia tan huérfana de estímulos musicales.

En 1918, cuando en Europa finaliza la Gran Guerra y la gripe española viaja en las gargantas de los soldados que han luchado en el frente, el proyecto de Constantino, que dio en llamarse Temple of Arts, está en marcha. Un conservatorio que se convierte en lugar para recitales y conciertos organizados por los profesores de la casa.

Constantino ha equipado el edificio con escenarios y escenografía que incluye decorados varios: jardín, palacio, bosque, salón. El cuerpo docente es selecto. Ha conseguido que Theodore Roberts, un actor de Hollywood que ya tenía una carrera en el cine mudo y el escultor italiano Carlo Romanelli que vive en Los Ángeles desde 1902 se integren al plantel de profesores

Su idea consiste en abarcar todas las artes, por eso la institución cuenta con cuatro departamentos. El de Música cuyo director es el mismo Constantino y en el que se enseña canto, piano, órgano, Contrapunto y Armonía, Orquesta y Banda de música, violín violoncelo y arpa.

Del departamento de danzas es responsable Mme Matildita, el de Lenguas modernas y Literatura, un profesor de apellido Rosado (se enseñaba español, italiano, francés y alemán). El de Bellas Artes queda a cargo del escultor Romanelli que ha tallado la placa de bronce que representa a Madame Cadillac llegando a Detroit en canoa desde Quebec y que se luce en Cadillac Center Station.

El Departamento de teatro, bajo la dirección del Theodore Roberts, actor y estrella de cine, tiene un atractivo acorde con los tiempos que corren. Además del entrenamiento habitual que realiza todo actor para su formación, se anuncian clases de filmación. Los futuros intérpretes viven la experiencia de ser filmados en estudio y en exteriores en los escenarios que Mr Roberts prepara. Luego, los alumnos ven sus propias filmaciones en una pantalla. Un templo de las Artes a tono con el éxito arrollador que tiene el cine mudo, que es la fuente de esparcimiento más importante de los norteamericanos y con la industria cinematográfica que se consolida con la fundación de los primeros estudios grandes en Hollywood, California (Fox, Paramount, y Universal).

En el Templo de las Artes de Constantino muchos alumnos sueñan con ser tan populares como Charles Chaplin, firmar contratos millonarios como lo hace Mary Pickford y salir fotografiados en la revista Photoplay.

El enero de 1918, la revista Pacific Coast Musician asegura que El Temple of Arts reporta un gran número de inscripciones para ser su primer año. La fama de Constantino atrae alumnos del Este y del Oeste de la región. Muchas de las clases que se dictan semanalmente son gratuitas porque Constantino cree en la necesidad de acercar el arte al pueblo y se organizan conciertos a beneficio para los soldados que regresan de la guerra o de la Cruz Roja.

Cuando en 1919 Florencio Constantino muere en México en el sanatorio para enfermos mentales Lavista de Tlalpan, el sueño del Templo de las Artes se derrumba. Cien años después, en aquel teatro que el tenor construyera en su pueblo de los comienzos, Bragado, que ha sufrido a lo largo de los años una suerte adversa y ha estado a punto de ser derrumbado, se reinaugura el Centro Cultural Florencio Constantino.

Un espacio que no sólo contiene la sala destinada a la lírica, sino que alberga otra sala de teatro, un microcine, una sala de conferencias y áreas específicas para ballet, música y pintura, archivo y biblioteca.

A veces los sueños de los hombres tardan cien años en concretarse. El 25 de noviembre, cuando se reinaugure oficialmente el complejo, aquella idea de un Templo de las Artes dedicado al pueblo encontrará su cauce.



lunes, 1 de octubre de 2012

Narrar desde el aula: "El profesor" de Frank McCourt

Frank McCourt se tomó su tiempo para escribir, digamos que esperó a tener más de sesenta años y jubilarse para contar sobre su infancia terrible en Limerick, Irlanda (Las cenizas de Ángela) o sobre su experiencia como docente. ¿Qué estaba haciendo mientras tanto? Dando clases en escuelas secundarias, corrigiendo escritos de sus alumnos adolescentes y postergando la lectura de sus escritores preferidos, esquivando directores y supervisores que no comprendían sus peculiares métodos para enseñar escritura creativa e inglés. Treinta años de carrera docente que McCourt relata en El profesor, para que quienes hemos permanecido en las aulas esa misma cantidad de años nos identifiquemos en muchas de sus apreciaciones.

Porque lo que cuenta este profesor de secundaria son sus vicisitudes e iluminaciones desde adentro del salón. No teoriza, nos acerca las voces de sus alumnos, narra los conflictos que surgen en la tarea docente, nos permite identificarnos con un profesor que duda, que suele sentirse desconcertado en el universo de la clase. Porque sólo quien ha estado en esa situación sabe cómo se siente un profesor en ese micromundo que es un aula llena de adolescentes. “El aula- dice MacCourt- es un lugar de mucho dramatismo. Nunca sabrás qué les has hecho a, o qué has hecho por, los cientos que vienen y van. Los ves salir del aula: soñadores, insulsos, despectivos, maravillados, sonrientes, perplejos. Después de unos años desarrollas antenas. Sabes cuándo llegaste hasta ellos, cuándo te los pusiste en contra. Es química. Es psicología. Es instinto animal. Estás con los chicos y, mientras quieras seguir siendo profesor, no hay escape. No esperes ayuda de los que han escapado del aula, los superiores, Están ocupados yendo a almorzar y pensando pensamientos superiores.”

Por momentos se torna lúcido y cuestiona al sistema educativo en la línea de la película “The wall”: “¿Para qué son las escuelas de todos modos? Pregunto: ¿es tarea del profesor proporcionar carne de cañón para el complejo militar-industrial? ¿Estamos formando paquetes para la línea de montaje corporativo?

Frank McCourt enseñó Inglés y Escritura creativa durante treinta años en escuelas secundarias de Nueva York. Fue invisible para el mundo de la literatura hasta que, ya jubilado, con 66 años, se convirtió en best seller y ganó el premio Pulitzer.

Su dura infancia en Irlanda le dio material para este y otros libros y para convertirse, según sus propias palabras, en una novedad geriátrica.

En El profesor explica por qué tardó tanto en escribir y publicar. “Estaba enseñando. Cuando das cinco clases por día, cinco días a la semana en una escuela secundaria, no te inclinas por volver a casa, despejar tu cabeza y labrar una prosa inmortal”

domingo, 16 de septiembre de 2012

Escuela y Literatura: un antidiscurso de despedida

  Primera escena:

Entro a la escuela de la mano de mi padre que ha dejado por un momento de dibujar planos sobre su tablero y ha caminado las dos cuadras por la calle Núñez, tal vez con un nudo en la garganta porque es una primera vez, y como todas las primeras veces conmueven como las últimas. Es 1960. Mi madre ha preparado el desayuno escuchando la radio y yo estoy orgullosa porque entro al jardín de infantes vestida como mi hermana que ya está en sexto. Entro en la escuela sin imaginar que pasaré más de cuarenta años recorriendo las galerías, inventando historias sobre sus paredes llenas de láminas, atisbando la misteriosa mapoteca donde un cuerpo de yeso muestra las vísceras azules y rojas. Por varios años leo libros de lectura que tienen títulos tan poco atractivos como “El niño y su lectura” o “Fuentes de vida”, el manual del estudiante bonaerense que desalienta desde sus tapas grises, recorto soldados de San Martín del Billiken. Pero también leo Mujercitas y, sentada en un banco de cuarto o quinto grado, quiero ser desesperadamente como Jo, la chica rebelde que escribe en una bohardilla. En la escuela, además de las batallas por la independencia y las invasiones inglesas entra el odio de Ahab, el capitán de Moby Dick, por la ballena blanca, el misterioso capitán Nemo de Verne los liliputienses de Swift y el detestable Kurtz de El corazón de las tinieblas. Más allá de las ventanas de las aulas, tras sus vidrios escarchados o empañados por la lluvia, yo sé que late el desierto con sus arenas resplandecientes o la selva de Horacio Quiroga acecha con sus yararás y sus hombres malditos por el alcohol. La escuela me da esas visiones que emanan de las páginas de los libros leídos muchas veces a escondidas. Hay un poema de Stevenson que cita Alberto Manguel, un lector empedernido, en su Historia de la Lectura, que explica estas antiguas sensaciones que me propiciaban los libros: “Así era el mundo y yo era el rey: / Para mí zumbaban las abejas, volaban para mí las golondrinas”.

 Segunda Escena:
 Es una mañana fría de invierno tal vez de 1970. Todavía no se ha encendido la estufa a kerosene y, mientras mi madre prepara el café con leche le digo desde el dormitorio, calzándome las medias en los pies helados: -Nunca voy a tener un trabajo que me obligue a madrugar. Todavía me falta terminar la secundaria y los años de universidad pero, paradójicamente y contra ese deseo primigenio, desde que me recibí de profesora en letras y durante treinta y cuatro años escuché bramar al despertador como un animal acorralado, me levanté a la madrugada para ir a mis clases y me calcé las medias en los pies helados refunfuñando. Desde el principio, supe que, la literatura y las madrugadas eran dos cosas que nunca se llevarían bien en mi vida. No obstante, el olor del café con leche aquel día de mi infancia en que pronuncio la sentencia incumplida, inunda la casa y yo termino de salir de la cama pensando en que más frío -porque hasta que la estufa de kerosene agarra viaje la casa tarda en calefaccionarse -más frío había pasado Fiedor Dostoievski en la cárcel de Omsk, en Siberia, experiencia que contaría tiempo después en su libro Recuerdo de la casa de los muertos y que yo he encontrado en una caja en el galpón, medio roído por las lauchas, entre muchos otros que resumen la biblioteca de una tía lejana que ha muerto y cuyas escasas pertenencias han ido a parar a mi casa. Ese libro y otros autores rusos que leo después consuelan mis inviernos. Porque yo voy muchas veces a San Petersburgo, camino por la avenida Nevsky con Gogol y sin capote, y veo las cúpulas de San Isaac desde el canal con las luces de las farolas proyectándose sobre el río Neva, un paisaje que sigo recordando cuando un alumno, muchos años después, me dice en una primera hora de la secundaria, una mañana muy fría y destemplada, que ha leído El jugador de un tirón durante una noche de insomnio. No es de los más estudiosos, pero lee lo que le cae en la mano y escribe mejor que cualquiera de los que siguen mis clases aplicadamente. Un alumno que lee a Dostoievski sin que nadie se lo pida es una especie de felicidad inexplicable para una profesora de Literatura.

Tercera escena:

Suena el timbre del recreo. Es una mañana de cualquier día de 1981, en cualquiera de las escuelas donde trabajo. Estamos en dictadura y la literatura, como otras cosas en el país está rigurosamente vigilada. Salgo del aula con una bolsa llena de libros colgada del hombro. Los pasillos se llenan de alumnos, de voces, de gritos. Paso por delante del despacho de la directora que hace que lee unas planillas pero vigila detrás de sus anteojos. Sonrío. Su trabajo es vigilar. El mío el de no levantar sospechas. Llevo conmigo a unos tipos impresentables que no serían de su agrado y que -si los descubriera- serían invitados a abandonar el establecimiento inmediatamente. Uno por ejemplo es un loco que, de tanto leer libros de caballería se cree un caballero andante, confunde molinos con gigantes y anda liberando galeotes. Otro se despierta convertido en insecto con el vientre abombado y parduzco, moviendo las patas sobre el cobertor. Va también Long John Silver, el Largo, un marinero aparentemente trabajador y honrado que es, en verdad, un pirata feroz al que le falta una pierna y lleva un loro posado en su hombro. A dos gauchos que se exilian en tierra de indios- uno de ellos ha roto la guitarra y tiene dos lagrimones que le ruedan por la cara. Hace barra con ellos una mujer adúltera, Emma Bobary, natural de Tostes, compradora compulsiva que terminará sus días ingiriendo arsénico en polvo. Y una muchacha suicida que escribe poemas desesperados y dice “Alejandra, Alejandra/ debajo estoy yo/ Alejandra” y sentencia que “una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”. Y, para empeorar las cosas, también estoy con otro tipo que se la pasa vomitando conejos y es imparable. Yo no sé que voy a hacer si la escuela se llena con los conejos de Cortáza, que no se culpe a nadie. Pero por momentos lo imagino, conejos saltando sobre la mesa de la sala de profesores, escondiéndose en los mapas enrollados, saltando sobre los ficheros, saliendo desde dentro del cajón de la secretaria que pierde los anteojos con la impresión. Y ni hablar si suelto a los leones que han estado agazapados en la pradera artificial del cuarto de los niños del cuento de Ray Bradbury. No quiero que la directora me llame. Seguro que me pedirá que le haga un informe sobre el rendimiento de los alumnos, que pase notas en huidizos casilleros, que llene una declaración jurada con toda mi carga horaria. Y yo ando con mi bolsa, de aula en aula, tratando de que el capitán Ahab, deje por un rato su obsesión por la ballena blanca llamada Moby Dick y que los gitanos de García Lorca no griten tan fuerte dentro de la fragua. A pesar de que siento la mirada helada que me lanza tras sus anteojos de miope, paso por delante de sus narices con todos esos indisciplinados que llevo adentro de mi bolsa, que hablan a mis alumnos con el discurso revulsivo de la literatura. A veces he intentado explicárselo cuando me agobia con reuniones de departamento y de padres. No puedo hacerle entender que, más allá de los programas oficiales y las recomendaciones pedagógicas, un profesor de literatura es un guía de lecturas, alguien que da de leer sus textos preferidos, que habla sobre lo que lee o escribe, que expone ante sus alumnos su biblioteca personal, los personajes que lo han marcado, las páginas que lo han emocionado. Soy la suma de los libros que leo y doy de leer, tengo la armadura de mi biblioteca para soportar los embates de una profesión signada por las palabras. Con ese caudal me visto para afrontar las incontables horas de clase, los humores diversos de los alumnos y colegas, ese universo kafkiano que es una escuela cuyo mejor espacio es el aula de clase cuando todo está por inventarse.
Cuarta escena:
 Esto sucede cualquier día, en cualquier trimestre, en cualquier estación. Estoy en un salón de clases. Hay treinta o más adolescentes que me escuchan. Hablamos de los géneros, el policial y sus claves, el terror y sus marcas. Los miro, he mirado a mis alumnos muchas veces con cierta consternación. Adelante suele sentarse el Mejor Alumno, ese que tiene las respuestas antes que uno formule las preguntas, más allá el Distraído, orbitando en su mundo, La Más Linda, mirándose disimuladamente en un espejito, y también La Feminista, la que cuenta que en su familia su abuela, madre y hermanas siempre se las arreglaron solas, El Solitario, ese que jamás dice una palabra y baja la cabeza cada vez que uno pronuncia su nombre. En el fondo se sienta el Chistoso, ese que dice cualquier cosa para llamar la atención. Están los Resentidos, los Quisquillosos, los Simpáticos, los Burlones, la más Estudiosa, la Imaginativa, el Tapado. Alumnos. Siempre me gustaron más los rebeldes que los aplicados, los contestatarios que los conformistas, los que se pintan la cabeza de verde a los que lucen ropa de marca. No voy a idealizarlos románticamente. Pero algunos me gustaron mucho, me encanta escucharlos, leer sus escritos, confrontar ideas. Con ellos realizamos muchos viajes: hacia islas solitarias, a pueblos caribeños, al futuro distópico, al pasado lejano. Gracias a los libros hemos traspasado los límites del tiempo y del espacio, hemos viajado también al interior de nosotros mismos. Porque como dice el escritor Muñoz Molina “La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada. Es una ventana y también un espejo. Quiero decir: es necesaria.
Última escena:
Estoy en una mesa de examen del Profesorado primario, es finales de febrero y por las ventanas abiertas del aula se filtra la noche con sus rumores, acaso no hay luna. Voy examinando a las alumnas y, sorpresivamente los trabajos que escucho son en general muy buenos. Miro a las profesoras que me acompañan y pienso que todo huele a final. Mi última mesa de examen, la última vez que estoy en la escuela como profesora activa. Y eso tiene un olor, tiene una forma, tiene múltiples imágenes que se van colocando unas dentro de otras como en cajas chinas. Lleno planillas, pongo las notas, firmo el acta y pienso que todo final tiene también un principio, que como una víbora que se muerde la cola vuelvo, a través del aire suave que entra por la ventana, a las escenas anteriores. Recuerdo un texto de Isidoro Blaisten: “Escribir es perdurar en la palabra, creo que sólo la ausencia puede nombrar a la ausencia. Pronunciar una palabra es fundar ya el olvido.” Salgo a la noche calurosa de fin de verano y no digo adiós. Pronunciar esa palabra es fundar el olvido. Se me ocurren muchas escenas de despedidas. Me quedo con una: en la novela de Güiraldes, Fabio Cáceres se despide de su maestro y mentor Don Segundo Sombra. Ha dejado de ser un gaucho pobre y se ha convertido en patrón. Los dos personajes se dicen adiós al borde de una laguna y luego Fabio, ve cómo la silueta del padrino aparece en la lomada. Siente tristeza, piensa en su soledad y dice dando vuelta a su caballo “me fui como quien se desangra”.

domingo, 1 de julio de 2012

Marcas de lecturas

El futuro tecnológico nos augura un mundo sin libros de papel, bibliotecas enteras albergadas en dispositivos digitales con pantalla y memoria que permiten lecturas prolongadas y llevar, por ejemplo, todos los tomos de la Enciclopedia Británica o todas las novelas y textos que ocuparían innumerables estantes en un aparato pequeño que pesa no más de 250 gramos. Estas maravillas también tienen su contrapartida, en breve tiempo se convertirán en basura tecnológica mientras que, los libros de papel siguen siendo, como lo asegura Anderson Imbert en su cuento Cassette, un asombroso invento. En este relato escrito en 1982, que transcurre en 2113, Blas, jugando con un aparato tecnológico -un cassette que lo distrae con imágenes y sonidos y que le permite conversar con colonos de Marte ya que la comunicación es únicamente oral- reinventa el libro.


El niño imagina un nuevo dispositivo absolutamente revolucionario, que se encienda con la mirada y permita seguir su desarrollo hacia adelante y hacia atrás y saltear los pasajes fatigosos, escrito en un código de signos que transcribieran vocablos, palabras impresas en láminas cosidas. Sin querer, en la soledad de su penitencia, Blas está inventando el libro, el dispositivo de almacenamiento como lo hemos conocido desde Gutenberg hasta hoy.

Aunque con el Kindle se puede subrayar, citar y comentar, lo que no recogerán los libros electrónicos son los rastros que el lector deja sobre las páginas.

Los libros de papel permiten diálogos entre lectores de épocas distintas. La literatura me ha permitido cruzar a mi tía abuela María -una dama que, a principios del siglo XX leía Ecos de las montañas, de Juan de Zorrilla, en una edición ilustrada por Gustavo Doré, sobre un sillón de gobelinos- con Osvaldo Soriano, el de Triste, solitario y final, trajinando Los Ángeles, sin plata y muerto de frío, justo en el momento en que encuentra a Philip Marlowe junto a la tumba de Stan Laurel.

Mi tía abuela me dejó una biblioteca que leí con pasión durante la adolescencia. Era la biblioteca de La Nación de 1909, con volúmenes encuadernados en tela, compuesta de clásicos como Don Quijote o Robinson Crusoe y de los best sellers de la época, como La cabaña del tío Tom o María, de Jorge Isaac. En esas novelas aprendí a amar a los personajes de ficción y, cuando las miro alineadas en el mueble con el que se las vendía, veo departir amigablemente a Sherlok Homes con el Abat Prevost, a David Copperfield con Bernardin de Saint Pierre, el que escribió Pablo y Virginia, que –a la distancia- me devuelve playas desoladas y un tierno amor adolescente. En todos los libros María, mi tía abuela, estampó su nombre, como si con su nombre y apellido, que también es el mío, me hubiera dejado un mensaje, una posta. Seguí vos, leo en la tinta invisible. Y yo seguí. Leí toda mi vida y encontré de todo. Libros que dejé en la primera página porque tal vez no me estaban destinados -o que aún están a la espera- y otros que devoré con desesperación de náufrago, porque no es otra cosa la literatura que un remar en un mar de palabras con la exasperación de quien tiene que llegar inevitablemente a una cita. Y siempre fue así, si llegué a tiempo a la cita con la literatura fue porque muchos de los libros de mi biblioteca, la que armé a lo largo de la vida, están llenos de citas, de subrayados, de dedicatorias. A través de esas marcas que sólo pueden hacerse para que las descifren otros sobre papel y con lápiz, he andado y desandado mi camino lector, construido mis lecturas y relecturas.

Esas marcas son mapas que quedan para el próximo lector y que dibujan una geografía donde hay islas con arrecifes de coral como la de Stevenson (La isla del tesoro), donde Mansilla tiene largos conciliábulos con los ranqueles (Una excursión a los indios ranqueles), donde la Maga encuentra a Oliveira en un puente de París (Rayuela, de Julio Cortázar) , donde Dahlman viaja al sur (El sur, de Borges), y los tártaros al fin llegan a la fortaleza Bastiani (El desierto de los tártaros, de Dino Buzzatti), una biblioteca que ocupa casi todos los espacios de mi casa y que no deja de hablar, incesantemente.

(Texto escrito para el diario de La Feria del libro de Bragado 2012)

viernes, 8 de junio de 2012

Las iluminadas páginas de Ray Bradbury

A los doce años yo ya había leído casi todo lo publicado por la editorial Minotauro de Ray Bradbury. En las noches de verano, cuando todos se iban a dormir suspirando por el calor y los mosquitos yo me quedaba con la luz del velador encendida recorriendo junto a Montag esa pesadilla que era un mundo en el que los libros estaban prohibidos y eran quemados. Me gustaba sobre todo Clarisse Mac Clellan, la chica que de alguna manera le abre los ojos a ese futuro lector que es el bombero cuando aún no sabe que la lectura le dará vuelta su concepción del mundo y me indignaba con Mildred, su mujer, que era una boba mirando la televisión mural y tomando pastillas para soportar su vida alienada. Bradbury imaginaba en 1953 lo que vemos a diario en el siglo XXI: gente ausente mirando sus pantallas de celulares o riéndose de los payasos inconsistentes de la televisión. Quema de libros también hemos visto durante la dictadura. Así que en aquella novela leída en la adolescencia, “Farenheit 451” ya estaba nuestro mundo de hoy. Esas cosas tiene la ciencia ficción, nos cuenta el futuro cuando todavía no ha llegado.

Pero también estaban los cuentos melancólicos de “El país de octubre”. “El lago” narraba una historia triste de un adulto que reencontraba en la playa a la niña ahogada en un fin de verano de su infancia, intacta como cuando desapareció y junto a ella un castillo de arena sin terminar, y luego se alejaba sin volver la cabeza para no ver cómo las olas lo deshacían, “como se deshacen todas las cosas”. O el cuento de la ciudad muerta debajo de la ciudad real, un mundo al que se accedía por las alcantarillas los días de lluvia, un mundo que llamaba y llamaba y llevaba los cuerpos de los amantes que se encontraban después de muertos.

También recuerdo el cuento “Sol y sombra” de “Las doradas manzanas del sol”, donde Ricardo, un hombre de un poblado que se resiste a ser parte del escenario de un fotógrafo que hace fotos a una modela buscando en las grietas de las casas y la pobreza del barrio un escenario pintoresco, y se baja los pantalones para reafirmar su dignidad.

Y por no hablar de lo que me fascinaba en los primeros años de los 70, cuando el tema de los ovnis y de los extraterrestres era habitual en los diarios, leer “Crónicas Marcianas”, donde se contaba la colonización y el despojo de un mundo bello y melancólico para sustituirlo por quioscos de panchos y gasolineras. De ese libro, “Encuentro nocturno” me sigue pareciendo terriblemente bello. Dos hombres de épocas distantes se encuentran en el milagro de una noche de fiesta. El hombre que ha bajado del cohete y el marciano, ambos van a fiestas distintas, no saben en definitiva quién pertenece al pasado y quién al presente, porque en el mundo de Bradbury la magia disuelve toda certeza.

Bradbury fue mi infancia, me entrenó como lectora, me creó el deseo de contar historias melancólicas en las que una sirena llama desesperadamente desde las profundidad de un abismo (“La sirena”) o una vieja fascinante que enamora con sus relatos a un periodista que no ha salido nunca del pueblo, porque el muchacho puede ver todavía las plumas del cisne en las fauces del dragón.

Y así podría seguir citando de memoria otros cuentos que iluminaron mi vida, porque como la espalda del hombre ilustrado esas imágenes que fluyen de la escritura de Bradbury siguen moviéndose y armando otras historias en mi mente. Cuentos para nada inocentes, cuentos que, muerto su autor, seguirán en la memoria de los que lo hemos leído con fervor adolescente y lo releemos ahora para comprobar que los hilos de seda, las arañas de oro y las lunas mellizas, el lago de vino verde y las barcazas que recorren un mundo extinguido, son parte de la resistencia de la imaginación frente a la alienación tecnológica.

Releo la contratapa de Farenheit 451: “Mientras escribía Farenheit 451 pensé que estaba hablando de un mundo que aparecería dentro de cuatro o cinco décadas. Pero hace sólo cuatro semanas, una noche en Beverly Hill, un hombre y una mujer se cruzaron conmigo, paseando un perro. Me quedé mirándolos, absolutamente estupecfacto. La mujer llevaba en la mano un aparato radio del tamaño de un paquete de cigarrillos con una antena que temblaba en el aire. Unos alambrecitos de cobre salían del aparato y terminaban en un conito que la mujer llevaba en la oreja derecha. Allí iba ella, ajena al hombre y al perro, prestando atención a vientos y suspiros lejanos, a gritos de melodrama, sonámbula, mientras el marido que podía no haber estado allí, la ayudaba a subir y bajar las aceras. Esto no era ficcción; era un hecho nuevo en una sociedad que está cambiando."

Miro a mi alrededor: la gente va hablando sola por las calles con sus teléfonos celulares y las pantallas nos invaden en el espacio urbano y en el interior de nuestras casas. Muchos chicos ya no pueden escribir en cursiva porque teclean sus mensajes en las aparatos quela tecnología nos ha regalado. Bradbury nos contó el presente. Pero todavía quedan los lectores resistentes que recuerdan a Shakespeare, partes del Quijote, o la República de Platón. Los lectores que también llevan en su memoria los libros de este escritor que ha muerto pero que sigue más vivo que nunca en sus iluminadas páginas.

jueves, 24 de mayo de 2012

El lector de Julio Verne de Almudena Grandes

El lector de Julio Verne de Almudena Grandes es un relato apasionante. La historia de un niño que se mueve entre dos mundos no sólo enfrentados sino que sustentan valores contrapuestos. Vive en e la casa cuartel de un pueblo de la Sierra de Jaén pero se mueve en el ámbito de los que aún resisten la opresión del franquismo. Nino es hijo de un guardia civil, pero a lo largo de la historia que narra ya adulto, elige el otro bando, el de los que conspiran y se mueven con heroísmo y dignidad continuando la guerra perdida frente a los nacionales

Con “Corazón helado”, Almudena Grandes ya nos había instalado en la Guerra Civil española y sus nefastas consecuencias. Pero en esta novela nos habla de la posibilidad del ser humano de resguardarse de la brutalidad y la injustica a pesar del contexto desfavorable en que le toca vivir.

El protagonista es un personaje que cruza la frontera a través de la amistad y la posibilidad de salvarse gracias a la lectura. Nino se hace amigo de Pepe el Portugués que vive aislado en un molino y que se convertirá en el modelo de lo que querrá ser cuando sea grade y de las viudas y huérfanas del cortijo de las Rubias donde irá a tomar clases de mecanografía y donde encontrará una biblioteca que iluminará su mirada sobre la realidad.

En el cuartel donde vive es testigo de la brutalidad del poder y pronto descubre que muchos resisten el autoritarismo de mil maneras, o colgando ropa negra en señal de duelo por los parientes fusilados o escondiendo una imprenta clandestina y resistiendo a pesar del miedo.

Entre los que se han marchado a la sierra a continuar la lucha y los que han quedado en el pueblo, la fama de Cencerro, un célebre guerrillero que, a pesar de haber muerto resurge en la imaginería popular, demarca esa época que transcurre entre 1948 y 1949, años en que la resistencia antifranquista se expresa en una guerra de guerrillas que determina las complejas relaciones de los habitantes de Fuensanta de Martos.

Nino, con diez años, se convierte también él en un enlace de los rojos y puede reflexionar sobre la violencia de la guardia civil a pesar de su padre, gracias a sus amigos y a la lectura. Los libros de Julio Verne que le presta Elena, su profesora de mecanografía y, La isla del tesoro de Stevenson le ayudarán a entender la ambigüedad de esa guerra que se libra a su alrededor y en la que nada es lo que parece.

Su mundo infantil se convierte en un mundo de adultos, pero Nino, a pesar de asistir al final de la inocencia, descubre en la lectura la imagen de lo que será en el futuro, un activista político que enfrentará al régimen con la sabiduría que aprendió en el monte. “Yo había abandonado el monte, pero el monte nunca me había abandonado a mí. Su memoria seguía viviendo en mi cabeza y en mis tripas, me protegía, me amparaba, afilaba mis instintos, mis reflejos, congelaba mi sangre dentro de las venas y me recordaba siempre a tiempo el número y el nombre, los rostros y los hechos de los traidores”, cuenta Nino cuando ya, convertido en profesor de psicología y cuadro importante del Partido Comunista, sigue desafiando a la dictadura de Franco.

Esta es una novela que pertenece a la serie de Episodios de una Guerra interminable, de la que ya forma parte “Inés y la alegría” que Almudena Grandes se propone escribir a la manera de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

viernes, 4 de mayo de 2012

Mapas inquietantes

En “Magias parciales del Quijote” Borges dice: “Imaginemos que una porción del suelo de Inglaterra ha sido nivelada perfectamente y que en ella traza un cartógrafo un mapa de Inglaterra. La obra es perfecta; no hay detalle del suelo de Inglaterra, por diminuto que sea, que no esté registrado en el mapa; todo tiene ahí su correspondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa; que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito.” Ahí radica la naturaleza inquietante que nos trasmiten los mapas. Y su fascinación.


Mi padre llevaba siempre en la guantera de su Citröen un atlas de Firestone con la red caminera argentina, publicado en el 68, y en su tapa, un sello que daba cuenta de que el obsequio de dicha publicación, se debía a la estación de Servicio YPF de Capiet, en la que él cargaba nafta con una fidelidad inquebrantable. No era un gran viajero mi padre, apenas si recorría la misma ruta de la provincia cuando iba a La Plata a visitarnos a mi hermana y a mí y sí, mucho, los alrededores del pueblo. Pero ese atlas era como una promesa del mundo que podría recorrer si se hubiese animado. Me gustaba, en los viajes, cuando lo acompañaba, recorrer las páginas en las que el mapa de la República Argentina aparecía parcelado y daba cuenta de rutas, caminos, vías del ferrocarril, y detenerme en las recomendaciones para el eventual conductor: Cómo deben viajar los niños, cómo colocar el vehículo en la banquina, cómo adelantarse a una vehículo, una tabla de presiones y cargas de las cubiertas y las señales del camino.

Un mapa es como un anticipo de las prometedoras aventuras por vivir.

A partir de un mapa Robert Louis Stevenson escribió su más famosa historia de piratas, “La isla del tesoro”. En un ensayo sobre la escritura de esta novela, nos cuenta que su obra comenzó con un mapa que dibujó para su hijastro en una época de lluvias y tormentas: “En una de esas ocasiones dibujé el mapa de una isla; su forma obligó a mi habilidad a ir más allá de lo habitual, contenía muelles como si fueran sonetos y, sin percibir a lo que estaba destinada, titulé mi realización La isla del Tesoro. (…) mientras me detenía en el mapa empezaron a hacerse visibles entre bosques imaginarios los futuros personajes del libro.

Más adelante agrega: “He dicho que el mapa fue gran parte de la trama. Podría decirse que lo fue todo. Unas pocas reminiscencias de Poe, Defoe y Washington Irving, una copia de Bucaneers de Johnson, el nombre del Cofre del Hombre Muerto tomado de At Last de Kimgsley, algunos datos sobre la navegación en alta mar y el propio mapa con su infinita elocuencia sumaba el total de mis materiales.

En la escuela de mi infancia había una mapoteca, lugar inquietante y misterioso. En la oscuridad de ese salón con los vidrios tapados con pesadas cortinas, vibraban los desiertos de África, los mares del sur, las islas secretas, las planicies doradas, la humedad del Amazonas, y yo, una niña de pueblo, sentía que ahí dentro, enrollado en esos mapas de tela resquebrajada, la tierra hablaba y respiraba invitándome a escapar hacia ella en el tedio de esas mañanas interminables.

No había leído aún “El corazón de las tinieblas” de Joshep Conrad pero hubiera podido escribir como él: "De muchacho tenía yo pasión por los mapas. Hubiera mirado durante horas enteras mapas de América del Sur, de África, de Australia y me hubiera perdido en todas las glorias de la exploración. En aquel entonces había en la tierra muchos espacios en blanco, y cuando yo veía en un mapa uno que pareciera especialmente atractivo (y todos lo parecían), hubiera puesto mi dedo sobre él para decir: Cuando crezca iré allá”.

Cuando mi hijo era pequeño, a los cuatro o cinco años se aficionó a los mapas. Su fiebre por la cartografía lo llevó a calcar cuanto mapa caía en sus manos. Calcó todos los que encontró en los libros de la casa y luego tuve que recurrir a la biblioteca de la escuela para que, con su trazo inseguro al principio, y luego firme y perfecto cuando se adiestró, llenara hojas y hojas de papel de calcar con los mapas de todos los continentes, pintados con fibras de colores. De grande –estoy segura que fue gracias a aquellos mapas- se convirtió en un viajero con mochila al hombro, un guitarra y poca plata.

Muchos escritores dibujaron mapas de los territorios que inventaron. La edición de Emecé de 1965 de la novela “¡Absalón, Absalón!” de Faulkner -que reviso mientras escribo sobre mapas- incluye el mapa que su autor dibujó sobre el territorio que inventó, el condado (ficticio) de Yoknapatawpha En él se consigna la línea de ferrocarril de Juan Sartoris (puesto así, en español), la capital, Jefferson, la colina de los pinos, las tierras de los indios Chickasaw.

También Tolkien dibujó el mapa de la Tierra Media para “El señor de los anillos” y Rider Haggar hizo el suyo cuando escribió “Las minas del rey Salomón. Julio Verne diseñó mapas para explicar el recorrido que sus personaje hacen en “La vuelta al mundo en 80 días”, “Cinco semanas en globo” o “Veinte mil leguas de viaje submarino”.

Todo mapa es un relato que contiene otros en su interior. Los mapas de lugares reales o inventados siguen siendo una invitación a poner en juego los resortes de nuestra imaginación.



miércoles, 21 de marzo de 2012

Salgari y la invención de la aventura



“Me figuraba, escribe Emilio Salgari en sus memorias, que todo el mundo estaba sin explorar y que todos los hombres tenía el deber de lanzarse a la conquista de la tierra”. Y luego continúa: “Con estas ideas tempestuosas en el cerebro, me preguntaba a veces ingenuamente, qué harían en sus casitas, en las oscuras oficinas, en los ociosos cafés, tantos jóvenes veroneses que perdían así el tiempo de su vida, en lugar de lanzarse de cabeza en las aventuras  de tierra y de mar…”
Y entonces Salgari decide lanzarse a vivir todas las aventuras posibles pero no como nos cuenta en su libro autobiográfico, sino escribiendo, que también es una manera de vivir al filo del abismo. La escritura es, en si misma una aventura.
Sus biógrafos han demostrado que el escritor italiano nunca fue capitán de un barco y que jamás viajó a Bombay y a Malasia. Ni siquiera conoció al legendario Sandokán, integrante de la banda de piratas Los Tigres de Mompracem, puesto que el Sandokán histórico parece que murió en 1845, casi 40 años antes del supuesto encuentro.
No obstante, al describirlo en las memorias Salgari nos recuerda el origen literario de su amigo: “El rebelde, dice, que mis lectores habrán conocido en muchas de mis novelas con el nombre de Sandokán, llevaba una amplia túnica de seda blanca, sujeta a la cintura con una faja de terciopelo rojo y oro, constelada de perlas de enorme valor.”
Un héroe romántico a la medida de las ficciones que, a partir de la publicación de la primera novela que lo tiene como protagonista en 1887, convierte a su autor en el más popular de su época. Once novelas dedicó a Sandokán y, si al principio vivió con cierta holgura, la paga siempre fue escasa para mantener a su mujer, sus cuatro hijos y un zoológico de papagayos, perros, gatos, ardillas, tortugas y patos.
El escritor en su libro autobiográfico nos narra sus viajes por regiones remotas: India, Borneo, el Pacífico Sur, lugares en los que le acontecieron sucesos extraordinarios y aventuras que ponían a prueba al más pintado. Con esos recuerdos, Salgari sostiene que construyó su obra. Pero en realidad, realizó poquísimos viajes de joven, como parte de su entrenamiento naval y fue un pasajero de un barco mercante que navegó durante unos pocos meses por el mar Adriático.
¿Y entonces? Sus libros están escritos con su ferviente imaginación, con sus lecturas copiosas y con su enorme capacidad para construir escenarios creíbles y describir regiones geográficas cuyos datos los obtenía en enciclopedias, geografías y diccionarios que consultaba en las bibliotecas de Turín y de Génova. Para un escritor con su imaginación, cuya marca característica es el detalle del mundo narrado -flora, fauna, costumbres- escribir es documentarse y lanzarse a la aventura. No es más veraz el que viaja y conoce de primera mano un espacio sino el que sabe encontrar las palabras certeras para que se lo crea el lector.

Por eso, en sus memorias, el aventurero devenido en escritor nos sigue mintiendo acerca de su supuesta vida llena de riesgos, pero también desnuda su realidad de escribiente con poca paga: “Sentí primero la necesidad de escribir para dar deshago al tumulto de impresiones que había coleccionado durante mi vida peligrosa. Pero después, la necesidad moral se convirtió en necesidad material, en la triste necesidad material de cambiar por pan las páginas escritas.”
Pocos escritores como Emilio Salgari han dado cuenta con tanto dramatismo la miserable explotación de los editores. Porque si bien su obra es vastísima,   no obstante, él se considera “un galeote de la pluma”: “Ya ustedes, nos dice, pueden pensar; tres mil míseras liras anuales era mi estipendio, y tenía que trabajar indefectiblemente día y noche para ganar aquella cifra, porque mi contrato me obligaba a entregar tres volúmenes al año”.
Toda escritura es ficción, y Salgari es, en definitiva, su mejor personaje. Un hombre que, ya vencido, a los  cuarenta y ocho años, después de haber escrito incontables novelas sobre héroes que sirvieran para templar el sentido viril de los jóvenes italianos, después de haber fumado miles de cigarrillos mientras su pluma se deslizaba por las cuartillas sobre una mesa con la pata coja, apremiado por el editor que no le admite descansos, se va a un bosque en las afueras de Turín y se hace el harakiri, al estilo samurái. Y todo se acaba. Antes, en sus memorias, el 24 de abril de 1911, escribe a sus hijos anticipándoles el final. “Trunco mi existencia rompiendo la pluma”. Anticipa su muerte con el convencimiento de que le ha dado a la patria sus novelas. ¿Qué más puede dar un hombre al mundo que su imaginación?

martes, 7 de febrero de 2012

Dickens, Copperfield y el libro de los cocodrilos


Al cumplirse los 200 años del nacimiento de Charles Dickens, intenté acordarme de las novelas que leí en mi infancia: David Copperfield y Oliver Twist, es decir, intenté acordarme de quién era yo cuando leía esas novelas que anegaban mis ojos de lágrimas y cómo las leía. Porque hay dos caras de un mismo libro: el que es en realidad y el que recordamos haber leído. Por eso cada relectura es, en sí misma, una nueva lectura. Ni somos los mismos, ni los textos nos dicen las mismas cosas que en el pasado.
Pero vuelvo a David Copperfield y me sumerjo en mi biblioteca tras su rastro. Sé que era un libro que ya en mi infancia se deshacía entre las manos, que era una edición más rústica que los libros de la colección La Nación, pero que sus tres tomos ocupaban el último estante del mueble de madera que alberga los cientos de novelas encuadernadas en tela de la Biblioteca La Nación de 1909 que fueron propiedad de unas tías abuelas.
Ahí están los tres tomos de David Copperfield, con las tapas descoladas, en los que Dickens es Carlos y no Charles, una traducción de Gregorio Lafuerza, publicados en Buenos Aires en 1916.
Una edición que me contó la historia de un muchacho que se va fortaleciendo con las desgracias en la cruel Inglaterra victoriana del siglo XIX. No sé cuántos años tenía y cómo atravesé esas casi 1000 páginas. De aquella lectura me quedan ciertas escenas y personajes. La casa del hermano de la criada Peggotty a donde es llevado David para unas breves vacaciones,  una vivienda hecha con una barca, en cuyo interior todo estaba limpio y ordenado. Creo que, cuando leí la novela por primera vez hubiera dado cualquier cosa por pasar una noche en la alcoba destinada a David, dormir en esa cama estrecha mirando el espejo con marco de conchas y  no dejarme amedrentar por el olor a pescado que se respiraba en el ambiente.
Revisando el tercer tomo llego al último capítulo, el  LXII, “Última mirada retrospectiva”. En él, Copperfield hace un racconto de su vida, se detiene para “dirigir una postrer mirada hacia atrás”.  Entre las cosas que recuerda de su niñera Peggotty, está su fascinación por la lectura: “En el bolsillo de Peggotty abulta un objeto de gran tamaño: es el antiguo libro de los Cocodrilos, cuyo estado no puede ser más deplorable. Muchas de sus hojas han sido prendidas al volumen con alfileres, lo que no impide que Peggotty lo enseñe todos los días a los niños con orgullo. Me encanta ver reproducida en una segunda generación mi carita de niño extasiándose ante la vista de los cocodrilos.”
Uno siempre recuerda los libros que nos hicieron emocionar y nos extasiaron con sus aventuras. Dickens  no sólo sabía contar buenas historias, sino que nos recordaba que los libros siempre nos hacen mejores

martes, 17 de enero de 2012

Cuando dejamos que Ana nos cuente

  Estoy leyendo con mis  alumnos de un tercer año de la secundaria El diario de Ana Frank. Es una escuela pública y estamos en el invierno de 1993. No hay muchos ejemplares y he tenido que fotocopiar capítulos enteros para que cada uno de esos chicos que habitan una ciudad pequeña de la provincia de Buenos Aires, tengan ante sus ojos las palabras de Ana.

  El viento sopla tras la ventana y la clase está en silencio.

  Lejos en el espacio y en el tiempo, en Ámsterdam, en una casa junto al canal una chica judía escribe el  diario de su encierro. “¿Quién leerá estas cartas sino yo misma? ¿Quién podrá consolarme?”, se pregunta.

  El  diario de Ana se puebla  de voces, de olores, de sensaciones. ¿Para quién escribe esa chica encerrada en una buhardilla, en el número 263 de la calle Prinsengracht, en 1944, con quince años, mientras las horas pasan con parsimonia y los días se suceden unos a otros?

  No ve el sol. No puede hacer ruido, debe reprimir las risas y los llantos. “Quiero seguir viviendo después de mi muerte”, escribe.

   En el reverso de su diario se apunta la otra historia: los campos de Auschwitz y de Bergen-Belsen, el hambre, la sed, el tifus.

 Mis alumnos leen por turno. Se detienen, hacen preguntas. Saben poco de la Segunda Guerra, casi nada sobre la Shoá. Buscamos libros de historia en la biblioteca. Estamos en 1993, no existe la Internet y las bibliotecas escolares están bastante pobres, en este y otros temas. Los libros de historia brindan escasa información.

  Les cuento que leí el diario de Ana Frank cuando era niña, en los años sesenta y que nunca pude olvidarla, que en nuestro país también se ha vivido una dictadura, que hubo otras Anas encerradas en campos de concentración, jóvenes apenas más grandes que ellos de los que aun no se sabe nada, por los que las madres de Plaza de Mayo y las Abuelas piden verdad y justicia.

  En esos días el diario Página/12 publica un artículo de Osvaldo Bayer, “Los ciegos nos miran”, sobre la historia de un matrimonio de ciegos a los que un operativo ordenado por el general Galtieri secuestró y se apropió de su casa. Tenían un niño, Iván, que fue recuperado por su abuela.

  Despliego el diario y leo la nota. No es común en la escuela del menemismo que se hable de estos temas en las aulas. Son épocas duras, se ha indultado a los represores de la última dictadura militar y todo el mundo parece fascinado con el 1 a 1 que promete falsos  esplendores. Muchos sentimos, como en la película de Lita Stantic, que hay un muro de silencio en torno al pasado.

 Los escondidos escuchan Radio Orange. La noche ha caído sobre el fragmento de ventana por donde se ve la torre de la Westermarkt. Ana escucha que, terminada la guerra, serán importantes las cartas y los papeles que cuenten sobre esos tiempos aciagos.”¡Imagínate –escribe en el Diario- lo interesante que sería editar una novela sobre ‘la casa de atrás’! El título daría a pensar que se trata de una novela de detectives.”

Ana lee y escribe en un cuarto con olor a patatas hervidas y a sudores, aislada, habitando un planeta de palabras.

  Mis alumnos leen en un aula del viejo colegio y luego escriben cuentos, poemas, reflexiones sobre el libro de Ana en el taller de escritura.

  María Florencia termina así un poema: “Gracias Ana/, vos que sos un poco de papel y lapicera. / Gracias por tu diario/ y por las palabras que ahora son nuestras.” Nicolás me pasa una hoja de carpeta con una sola oración: “Ahora entiendo por qué quería hacernos leer este libro”

  El tiempo no tiene importancia, tan pronto es el verano holandés de 1944 y Ana agobiada por el calor siente que se le derrite la lapicera, como la primavera rosarina de 1977 que narra el artículo de Bayer cuando las fuerzas conjuntas asaltan la casa de Etelvino Vega y María Esther Ravelo, en la calle Santiago 2815 de Rosario, un matrimonio de ciegos que tienen al pequeño Iván y a un perro lazarillo. A todos se los llevan y la Gendarmería Nacional se apropia de la casa donde en lo sucesivo los militares festejarán cumpleaños y harán  asados.  Durante los días siguientes el operativo continúa, a plena luz de día, el ejército carga todo lo que pertenece a los ciegos, desde la máquina de hacer soda con la que se ganaba la vida el matrimonio secuestrado hasta el triciclo del pequeño Iván.

  Meses más tarde, en el mismo diario, Osvaldo Bayer escribirá un nuevo artículo, “Nuestra casa de Ana Frank” y en él imagina que así como la casa de Ana en Ámsterdam es un monumento nacional y recuerda para las nuevas generaciones a la niña judía que escribió un diario y fue llevada a las cámaras de gas, la casa de los ciegos de Rosario se convertirá en la Casa de la Memoria y será visitada por maestros y alumnos que aprenderán nuestra historia reciente.

  En las sucesivas semanas los alumnos leen y escriben sobre el Diario de Ana Frank, investigan sobre la Shoá, debaten sobre la discriminación.

  Alguien me da la dirección de Abraham Szwarc, director de la Federación de Comunidades Israelitas y le escribo. Recibimos películas y libros, conseguimos que el profesor Szwarc venga a nuestra escuela a dar una charla sobre el Holocausto y nos pasa un documental filmado en el gueto de Varsovia.

  Pronto sobre mi escritorio se van apilando los trabajos de mis alumnos. Son textos llenos de buenas intenciones -escritura emocionada- y el texto de Ana Frank se va abriendo a otros sentidos, se lee desde otras perspectivas. La literatura es un discurso pleno de posibilidades permite conocer, crear, opinar, discutir, imaginar. Casi sin darnos cuenta ya tenemos un libro y discutimos en clase su título. Ana utilizó su diario para contar, para narrar su vida y confiarnos sus sueños. La hemos dejado contar durante tantas clases, que el título sale sólo, cuenta Ana pero también cuentan mis alumnos que la leen: “Dejame que te cuente” conforma a todos.

  “Quienes no escriben no saben lo bonito que es escribir- le confía Ana a Kitty el 5 de abril de 1944-  Antes siempre me lamentaba por no saber dibujar, pero ahora estoy por demás de contenta porque al menos sé escribir. Y si llego a no tener talento para escribir en los periódicos o para escribir libros, pues bien, siempre me queda la opción de escribir para mí misma.”

  Marina me acerca una entrada de su diario, del domingo 6 de junio de 1993  que ha escrito inspirada en el de Ana y comienza así: “Me llamo Marina. Hace exactamente una semana que cumplí 16 años, no tuve regalos ni saludos por parte de ningún amigo por dos razones: no tengo amigos…”

  Más tarde, cuando el libro esté impreso, Marina me pasará una nota: “La experiencia más linda e increíble fue la edición de “Dejame que te cuente” ¿Mi nombre impreso en un libro? Aún no lo creo.”

   Mientras tanto Ana, se sienta en un rincón y escribe en su diario ese martes 13 de junio de 1944: “Ha sido otra vez mi cumpleaños, de modo que ya tengo quince años. Me han regalado un montón de cosas…

“Seguro que diez años después de que haya terminando la guerra -conjetura Ana más adelante -resultará cómico leer cómo hemos vivido, comido y hablado ocho judíos escondidos”.

  Las clases se terminan y mis alumnos presentan el libro. La pequeña tirada de “Dejame que te cuente” es leída por padres y profesores y se agota. La AMIA decide hacer una edición especial en homenaje a su centenario y tenemos más ejemplares.

  Un 21 de mayo de 1994  viajamos con los chicos  a Buenos Aires. Estamos en el edificio de Pasteur 633 para hacer otra presentación de nuestro libro. El acto es auspiciado por la Federación de Comunidades Israelitas Argentinas y la Comunidad Judía en Buenos Aires. Es un sábado y está nublado. Nos impresionan las oscuras paredes del enorme edificio. Subimos a la sede del Instituto Iwo donde también, junto con la presentación de nuestro libro, asistiremos a una representación teatral.

Durante  poco más de dos años Ana escribe en su cuaderno y habla del árbol que ve por un hueco de la ventana. Siente la mirada de Peter que se desliza a través de los pliegues de las páginas y se incrusta en su cuerpo. La señora Van Dan la tiene harta, siempre con sus críticas solapadas y eso es lo que escribe en su diario. Escribir para soportar el encierro, para vencer la claustrofobia. Ella, Ana Frank, escondida en el número 263 de la calle Prinsengracht  junto al canal, en la Holanda invadida por los nazis.

  Durante esa jornada en la sede de la AMIA con mis alumnos miramos asombrados al público que nos escucha. La mayoría son ancianos que nos sonríen y asienten con la cabeza ante nuestras palabras. Cuando el acto termina se acercan lentamente, una de las ancianas se arremanga el saco y nos muestra el número que los nazis tatuaron en su piel. La mayoría son sobrevivientes de la Shoá que nos impulsan a mantener viva la memoria. Son voces del pasado, son voces del presente. Asistimos con mis alumnos a la más conmovedora lección de historia.

 No podíamos imaginar, en ese lugar rodeado de libros, antiguas colecciones, ediciones que sobrevivieron a la guerra europea, archivos con documentos valiosísimos que, dos meses después, sería destruido por el atentado terrorista del 18 de julio de ese mismo año.

  Pasan los años, muchos, en la primavera de 2011, recuerdo estas voces mientras saco del estante de mi biblioteca el ejemplar del Diario de Ana Frank para leerlo con mis alumnos. Ya hemos visto la película y visitado la casa de Ana en su sitio web, en las netbooks que mis alumnos han recibido. Otros tiempos, pero la voz de Ana se escucha vívida. “Yo ya  leí el diario en el verano y ese libro me gustó mucho” me dice Yanina cuando concluye la película.

  Ana sigue en la memoria de las nuevas generaciones. La casa de los ciegos de Rosario, después de recuperada, se convirtió  en una Casa de la Memoria para que nadie se olvide de lo que le sucede a la gente durante las dictaduras.

  Aquellos alumnos que escribieron el libro sobre Ana Frank ya son hombres y mujeres de más de treinta años, pero desde mi infinita fe en la educación apuesto a que ninguno de ellos se olvida de las palabras de una niña judía que leyeron durante el secundario, de las que ellos escribieron contra la discriminación y la violencia, contra el dolor y el genocidio. Apuesto a que no se olvidan, como no lo harán mis alumnos de hoy, porque “el papel es más paciente que los hombres”, aunque ahora esas palabras hayan migrado a las pantallas de las netbook y desde la superficie iluminada sigan convocando a los jóvenes de todos los tiempos.

(Texto ganador de la primera instancia del concurso “Ana Frank a nuestros días”  2011, organizado por el Centro Ana Frank de Buenos Aires)