sábado, 31 de enero de 2009

Náufragos literarios


Uno de los primeros antecedentes en el que la aventura y el viaje se unen en un libro destinado a los jóvenes data del siglo XVII. En 1689, Fenelon se convierte en preceptor de los tres hijos del Delfín, y sobre todo del más difícil de los tres que parece haber sido el Duque de Borgoña. En pos de narraciones que puedan interesarle a su joven alumno encuentra un tema: el viaje de Telémaco en busca de su padre, y así escribe Las aventuras de Telémaco, libro en el que compendia todo su saber geográfico, económico y moral. Allí ya están los condimentos de la aventura: un naufragio, el de Telémaco que arriba a la isla de Calipso en compañía de Minerva, que se presenta disfrazada bajo el aspecto de un anciano, Mentor. Y, mientras Calipso reconoce en Telémaco al hijo de Ulises, de quien ha quedado enamorada, se dispone a escuchar el relato del joven sobre su viaje a Pilas y a Lacedemonia. Un tiempo instalado en otro tiempo, el relato del naufragio y el tiempo de la historia que cuenta Telémaco. De esta manera comienza el rapto del lector hacia esos mundos donde suceden las peripecias.
Otros náufragos famosos harán el deleite del público juvenil. En 1719 aparece el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, y en 1726, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, dos obras que entran a formar parte de la literatura subterránea de los niños, fascinados por esos textos que, más allá de sus complejas ideas sobre la condición del hombre, hacen de Robinson y Gulliver dos héroes insuperables, dos héroes enfrentados con la aventura absoluta. Por lo demás, proliferaron versiones y adaptaciones, traducciones de traducciones, no siempre felices.
Con Robinson, Defoe utilizó la ficción para profetizar sobre los procesos económicos y sociales del momento histórico. Es más, Robinson Crusoe ha sido considerado el perfecto símbolo del hombre económico, resultado de la sociedad moderna, llegando a verse incluso como el prototipo del joven precapitalista inglés, cuyo pecado radica en no estar nunca conforme con lo que tiene y siempre querer más. Sin embargo, el lector juvenil leyó en él las virtudes del héroe que atraviesa pruebas en la soledad y casi al borde de la locura, capaz de volver a su patria invicto y acompañado por el fiel Viernes.
Con Gulliver, Swift quiso amargarnos la vida. Con su duro sarcasmo, el escritor irlandés flagela a la humanidad mostrando la soberbia y la ambición sin límites de sus congéneres. Pero también Gulliver, además de decirnos que somos espantosos, atraviesa mundos fantásticos, seres pequeñísimos y gigantes, y se queda con los caballos, seres pensantes y racionales.
Los viajes de Gulliver, sombría novela que, si bien fue objeto de apropiación por el público juvenil, es mucho más que un relato de aventuras, es una reflexión desgarradora sobre la condición humana. Para Gulliver, después de su largo viaje lleno de experiencias extraordinarias, visitando reinos y civilizaciones exóticas, acaso más justas que las europeas, el retorno parece imposible. Pero vuelve porque, dice el navegante: “¿quién no se siente arrastrado por sus fobias y por su parcialidad hacia el lugar en el que se ha nacido?”
Toda la literatura de aventuras girará en torno a los tópicos que estos dos geniales autores imprimieron a sus héroes: la soledad, los obstáculos por vencer, los mundos desconocidos, la confrontación con la naturaleza. Lo saben de sobra los fanáticos seguidores de Lost, la serie televisiva que narra las aventuras de un grupo de supervivientes a un accidente aéreo ocurrido en una misteriosa isla del Océano Pacífico.

martes, 20 de enero de 2009

Nathaniel Hawthorne: Sólo somos sombras


“Aquí estoy en mi cuarto habitual, donde me parece estar siempre. Aquí he concluido muchos cuentos, muchos que después he quemado, muchos que después, sin duda, merecen ese ardiente destino. Esta es una pieza embrujada, porque miles y miles de visiones han poblado su ámbito, y algunas ahora son invisibles al mundo. A veces creía ser feliz… Ahora empiezo a comprender por qué fui prisionero tantos años en ese cuarto solitario y por qué pude romper sus rejas invisibles.
Si antes hubiera conseguido evadirme, ahora sería duro y áspero y tendría el corazón cubierto de polvo terrenal…En verdad, sólo somos sombras”… escribió Nathaniel Hawthorne un día de 1840.
Hawthorne (1804-1864) fue el creador del cuento breve. También escribió novelas: La letra escarlata (1850) y La casa de los siete tejados (1851).
Había nacido en Salem, una aldea puritana donde permaneció hasta 1836. Luego vivió en Londres, Florencia y Roma, pero sus biógrafos que nunca se alejó espiritualmente de su tierra natal.
En su vida cotidiana fue funcionario, trabajó en la aduana de Boston y como cónsul de Estados Unidos en Liverpool, pero su realidad fue, según Borges que escribió un ensayo sobre él, el tenue mundo crepuscular, o lunar, de las imaginaciones fantásticas.
En sus Cuadernos norteamericanos, Hawthorne toma notas y escribe ideas para su uso posterior. Cualquiera de ellas dan pie para desarrollar magníficos cuentos, como esta: “Una persona cuya mano derecha es fría como el hielo. Nadie que se la haya estrechado consigue olvidarla jamás.”

martes, 6 de enero de 2009

Leer en verano

Ilustración de Max Cachimba para mi novela "Aventuras en borrador" de Ed. Colihue


El verano es una época ideal para leer todos esos libros que nos fueron quedando apilados en la mesa de luz. Uno tiene todo el tiempo del mundo para no ser interrumpido, para subir a los mundos de la ficción sin bajarse por un rato largo.
Leo “La mancha humana” de Philip Roth y “El diluvio” de Le Clézio.
Compré un breve relato para chicos de Osvaldo Soriano, “El negro de París” que devoré en una siesta y me hizo recuperar mi pasión por el genial autor de “No habrá más penas ni olvido”, “Cuarteles de invierno”, “Una sombra ya pronto serás” y otras tantas obras fascinantes.
Me deleité con “Ejércitos de la noche” de Silvina Ocampo, un pequeño y exquisito libro lleno de imaginación y poesía. Volví a Balzac con "Sarrasine" , la historia de un escultor que se confunde al enamorarse de un castrati.
Avanzo con “Tristram Shandy” de Sterne, algunas noches y bajé de la biblioteca toda la obra de Cortázar para releerla por décima vez.
En eso estoy este verano sin lluvias, haciendo viajes alrededor de la biblioteca.


sábado, 3 de enero de 2009

Salgari y pasta frola


Busqué en una librería de esas en cadena de Buenos Aires una biografía sobre Salgari. Suponía que no iba a encontrar ninguna. El vendedor, un muchachito de veintipico buscó en el estante rotulado “Biografías”. No encontró. “No debe haber tenido una vida muy interesante” dijo. Me sonreí, el pibe no había leído ninguna de las novelas de Emilio, Sandokan le debería sonar a marca de zapatillas. Le respondí que como mínimo se había suicidado haciéndose el harakiri. Eso no es mucho, respondió suelto de cuerpo, lo que me hizo sospechar que no sabía de qué manera se suicidaban los samurais.
Me resigné. Le pedí que buscara en la computadora por autor. Le repetí: Emilio Salgari. Sólo había algunas novelas que ya tenía.
De pasada vi la última novela de Juan Sasturain, “Pagaría por no verla” y la compré. Mientras me hacían la tarjeta en la caja, el muchachito hablaba con otro dependiente sobre la calidad de las pastafrolas que vendía en un negocio de la calle Corrientes. Pensé en los viejos libreros, esos que amaban su profesión, que habitaban librerías que conocían de memoria., apasionados por los libros, tipos que si no tenían lo que uno buscaba sabían dónde hallarlo o, en todo caso, daban una lección de literatura.No pude reprimirme, le dije al de la caja: “Antes en las librerías se hablaba de literatura, ahora de pasta frolas”. El tipo se sonrió. “Para matizar”, dijo. Era un empleado de una librería shoping, en donde la literatura era un consumo más, una mercancía, como las zapatillas, los perfumes caros o los desodorantes.