viernes, 26 de septiembre de 2008

Swift


No es fácil ser optimista con los zapatos rotos. No es fácil ser irlandés, vivir en Inglaterra y tener que limpiar el traje con vinagre para aparecer presentable. Jonathan Swift (1667-1745) supo de estas humillaciones. Más tarde mejoró su condición trabajando al servicio de un pariente lejano, con el que se llevó siempre mal: el escritor y diplomático William Temple. De regreso a Dublín se ordenó sacerdote. Más tarde se convirtió en un escritor propagandista. Estamos en el siglo XVIII, los mecenas han desaparecido, son tiempos de alquilar la pluma al partido que lo solicite. Swift derrochó sus acideces primero para al partido wig, después para el tory. Sus palabras eran sarcásticas, las necesarias para hablar de un mundo sombrío.
En Irlanda fue considerado un héroe nacional, pues sus obras apoyaban las reivindicaciones de su pueblo. En 1729 publicó “Una modesta proposición”. Con ironía proponía en ese texto una solución para los niños hijos de pobres familias irlandesas que significaban una terrible carga. Comenzaban las famosas hambrunas de Irlanda y, según lo que proponía Swift, los niños podían ser engordados y vendidos como alimento de los ricos. “Un niño alcanzaría para dos platos en una comida de amigos...”, sugería. André Breton pensaba que Swift inventó el humor negro. Y tenía razón. Porque después, en 1726, el escritor irlandés escribe Los viajes de Gulliver. Sombría novela que, si bien fue objeto de apropiación por el público juvenil, es mucho más que un relato de aventuras, es una reflexión desgarradora sobre la condición humana. Para Gulliver, después de su largo viaje lleno de experiencias extraordinarias, visitando reinos y civilizaciones exóticas, acaso más justas que las europeas, el retorno parece imposible. Pero vuelve porque, dice el navegante: ¿”quién no se siente arrastrado por sus fobias y por su parcialidad hacia el lugar en el que se ha nacido?”
Los viajes de Gulliver es un libro cruel. De las cuatro aventuras, quizá la más recordada es la del reino de Liliput, el país cuyos habitantes miden seis pulgadas. Pero si bien el pintoresquismo de este primer episodio le valió la inmortalidad a la obra, ésta avanza en profundidad a medida que el protagonista descubre países que desconocen la guerra, las intrigas de estado y la desigualdad social.
Gulliver toma conciencia, de viaje en viaje, de que pertenece a una civilización que ensalza la muerte, que agudiza la desigualdad, la avaricia, la corrupción . Al final, arriba a un país donde los seres pensantes y racionales son los caballos (los houyhnhnm) y las bestias de carga unos humanoides despreciables denominados yahoos. Y entonces es ahí donde Swift habla de cómo ve a la humanidad, en el tono más sombrío, más desesperanzado. Los desagradables y voraces yahoos, primitivos y bestiales tienen, curiosamente, los mismos comportamientos que los europeos: avaros, individualistas y voraces. Frente a ellos, el ordenado mundo de los caballos nos propone una lección de equidad y honradez, de amistad y benevolencia.
El reintegro de Gulliver a Inglaterra, después de sus disparatados viajes es imposible. Se siente incapacitado para su readaptación. No soporta. ni siquiera la cercanía de su mujer: “La semana pasada empecé a permitirle a mi mujer que se sentase a comer conmigo, al extremo opuesto de una larga mesa y respondo (aunque con el mayor laconismo) a las pocas palabras que me dirige”. El olor de yahoo le sigue siendo desagradable. Se tapona la nariz con ruda, espliego u hojas de tabaco para no sentirlo. De ahí a volverse loco queda un paso. Y Swift, no su personaje, enloquece. El rey de Brobdignag le había dicho a Gulliver cuando se enteró de los sofisticados armamentos que sus contemporáneos han inventado para destruirse : “No puedo sino concluir que el grueso de los hombres nacidos en su país son la más perniciosa raza de abominables y minúsculos gusanos que la naturaleza ha hecho reptar jamás sobre la faz de la tierra”. Después de eso, Swift camina diez horas diarias. Un día se mira al espejo y se dice: “estoy loco”. Después se muere, en 1745. Deja sus bienes destinados a la construcción de un manicomio. La lucidez de su mirada lo lanzó a la locura. De ese viaje sí que no se vuelve.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Córdoba: días de libros y amistad

La presentación de las novelas ganadoras del Primer concurso Los jóvenes del MERCOSUR se realizó en el Auditorio Obispo Mercadillo, frente a la plaza San Martín en el marco de la Feria del libro en Córdoba, capital.
Córdoba es una hermosa ciudad. La pasamos genial. Basta vernos las caras. Gabriel Saéz, Silvia Werner y yo.
Con Karina Fraccaroli, directora de Comunicart e y el secretario de Cultura de la Municipalidad de Córdoba. ¿Cuánto tardaste en llegar a Córdoba?

Las novelas:El Primer Premio correspondió a Gabriel Saez (Uruguay) con la novela ¨Noton y los ladrones de luz¨; el Segundo Premio recayó en Silvia Werner (Argentina), con el título ¨Por lo que debas ser” y el Tercer Premio lo mereció Shirley Souza (Brasil) por la obra ¨Rotina (nada normal) de una adolescente em crise...¨. Menciones Honoríficas recibidas por: María Cristina Alonso (provincia de Buenos Aires) con ¨Pasaje a la frontera¨ y Graciela Rendón con “La marca en la tierra (Neuquén)”

Esta colección propone historias atrapantes con temáticas propias de la cultura juvenil, de todos los tiempos y para todos los gustos. Veinte Escalones apunta a los adolescentes de 9 a 17 años, una etapa bisagra entre el niño que viene leyendo un libro álbum -todo ilustrado- y la literatura para adultos.


De la contratapa de la novela “Pasaje a la frontera”: “Un viaje a través del tiempo. Manuel, huérfano, recién llegado de la ciudad al pueblo, se ve envuelto en un momento clave de la historia argentina: la Campaña del Desierto. La lucha por sobrevivir en una realidad que le es ajena pronto se convertirá en destino. Aventuras, amistades, experiencias nuevas. ¿Volverías a tu casa? ¿Volverías al futuro?”


domingo, 14 de septiembre de 2008

La revista CRISIS


La Editorial de la Universidad Nacional De Quilmes ha publicado una antología de la revista Crisis.
Esta revista era nuestra lectura obligada en los años setenta. En ella leímos a los autores que nos deslumbraban, propiciaba el debate en el campo intelectual y alimentaba nuestro sueño de un cambio social. En Crisis publicaban Cortázar y Galeano, el padre Castellani contaba de qué habían hablado los escritores en el famoso almuerzo con Videla, Haroldo Conti escribía desde Cuba sobre Hemingway y publicaba cuentos. Había entrevistas a García Márquez ante la publicación de El otoño del patriarca y poemas de Manuel Scorza, notas a cantantes como Daniel Viglieti y Alfredo Zitarrosa, la canciones prohibidas de Chico Buarque, las cartas de John William Cooke, los comentarios de la última novela de Jorge Amado o las crónicas del golpe de Pinochet en Chile. Se escribía sobre Jorge Prelorán y su cine documental etnográfico o se publicaba como primicia la canción póstuma de Víctor Jara, escrita en el Estadio Nacional antes de que lo mataran.
La revista Crisis apareció durante apenas tres años, entre 1973 y 1976, período en que el peronismo volvió al gobierno luego de casi 20 años, en ese espacio tan complejo y violento que se vivió entre dos dictaduras militares. El director ejecutivo de la revista era Federico Vogelius, el director editorial Eduardo Galeano, uno de sus redactores, el poeta Juan Gelman y tenía como colaborador permanente a Hermenegildo Sábat.
Pocos meses después del golpe fue clausurada. Tenerla en nuestros departamentos era peligroso. Muchos se deshicieron de la colección de la revista en esas hogueras de autocensura en las que nos desprendíamos de nuestros libros y publicaciones más preciadas. Eran tiempos oscuros y se corría riesgo con cualquier papel impreso que hablara de los escritores prohibidos.
Yo la salvé gracias a mi padre que la trajo a Bragado en el baúl de su auto.
Ahora, treinta y dos años después, la sigo leyendo y consultando. Muchas de sus notas siguen siendo terriblemente actuales.

martes, 9 de septiembre de 2008

Cosas que les digo a mis alumnos

Les aseguro a mis alumnos que leer es ganarse amigos, que en el mundo paralelo de nuestras lecturas hay una banda esperándonos en lugares de increíble belleza a veces, y muy poco recomendables, otras. Porque la lectura ha poblado nuestra imaginación y le ha dado sentido a nuestro mundo cargándolo de referencias.
Les digo, hay un tipo que se llama Philip Marlowe. Es un duro, siempre anda con un cigarrillo colgado de la boca y mira desde un bar como atardece en Los Ángeles. Es decente aunque le ha tocado vivir en una época, los años cuarenta, donde el dinero todo lo compra -hasta las conciencias- y acechan por doquier gangsters, mujeres demasiado bellas y estafadores. A veces recibe un golpe. Pero él tiene la lengua filosa y habla con una ironía que mata. Es un buen compañero, Marlowe, lo inventó un escritor norteamericano, Raymond Chandler, cuando ya pasaba los cuarenta. Ideal para andar en su compañía por callejones solitarios, en puentes malolientes, en bares poco iluminados.
Hay un escritor, les cuento a mis alumnos cualquier mañana de ésas, que no era un intelectual a la manera convencional. Usaba overol, martillaba todo el día en el fondo de la casa, construía sus propias canoas para remontar el Paraná y hasta inventó una máquina para matar hormigas que terminó en una explosión ante la mirada azorada de los potenciales compradores. Le gustaba la selva, escribía en Misiones, en una casa que había construido con sus propias manos, los mejores cuentos de todos los tiempos. Y entonces salimos a buscar a Horacio Quiroga por cualquiera de las páginas de sus libros de cuentos.
Otro, decía que una novela terminada era como un león muerto. Bebía, escribía y boxeaba. Escribió una novela heroica sobre un viejo pescador cubano y un pez que le insumía todas sus fuerzas. Se llamaba Ernest Hemigway y era maestro en demostrar que hay derrotas que, en el fondo, son triunfos. Con él solemos aprender que no hay nada más importante que resistir.
Navegando entre palabras remamos hacia las islas literarias. Somos Robinson Crusoe encontrando la huella marcada en la arena, somos el fugitivo de La invención de Morel enamorándonos de la esquiva y lejana Faustine, desconsoladamente solos, en un mundo de imágenes virtuales.
Un profesor, un maestro es, en todo caso, un lector entrenado que da de leer. Un arbitrario lector que entrega sus héroes, sus islas, sus amores contrariados, sus tesoros secretos. Alguien que selecciona de la gran biblioteca del mundo algunos ejemplares para que sus alumnos entren en el paraíso de la lectura. Sólo eso.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Rosada aurora

En aquel tiempo mi madre salía a la puerta para despedirme y me ataba el moño del guardapolvo que lucía casi como un repollo. En la radio escuchábamos a los Pérez García y la vida de pueblo era lenta porque es lento el tiempo de la infancia. Pasé todos los años de la primaria y todos los de la secundaria recorriendo esas dos cuadras que me separaban de la Escuela Normal, la Escuela Normal Mixta como se llamaba entonces.
El recorrido desde mi casa, en la calle Núñez donde todavía vivo, era breve pero tenía sus pequeñas aventuras. Había una vereda, en la primera cuadra, que nadie pisaba porque traía mala suerte, es decir, pisarla significaba que a uno lo llamarían a dar esa lección que no se había estudiado o recibiría un reto inesperado. La brujería andaba suelta por ese entonces y había que conjurarla bajando a la calle.
La escuela tenía una mezcla de olores. El de unas pastillitas de goma multicolores que vendían en el kiosco, el de la tiza y el de los sudores de los recreos. También olía a kerosén, como casi todas las casas de ese tiempo en que todavía la red de gas no se había extendido y el portero llegaba en esas mañana gélidas con una estufa de velas a la que, de tanto en tanto, había que darle fuelle para avivar la llama.
En la escuela nos esperaban los griegos y los romanos, las reglas ortográficas, los mapas que dibujaban regiones ignotas de Asia y de África, los gorros rojos de la mazorca, las imágenes de Sarmiento extraídas del Billiken y las maestras con guardapolvos blancos inmaculados. Porque en la escuela de antes, las maestras se abocaban a almidonar sus guardapolvos casi con el mismo empeño con el que enseñaban las primeras letras. Sus guardapolvos eran tan tiesos que crujían cuando ellas doblaban el codo para escribir en el pizarrón.
La escuela era ese enorme y emblemático edificio que atesoraba maravillas increíbles en la opacidad de sus cuartos. Los desnudos cuerpos de yeso abiertos en el vientre por los que se veían los órganos, el corazón palpitante de tintura, los sinuosos intestinos, el hígado marrón. Mientras, en el fondo oscuro de la mapoteca, el esqueleto acechaba con su humor torvo y áspero de las mañanas de invierno.
Una escuela es, en el recuerdo, un intrincado laberinto donde se cruzan los recorridos de la vida. En el tránsito por sus aulas fui viajando a través de los libros. Por los insípidos de lectura con tantos próceres y dibujos de chicos huérfanos y madres abnegadas, por el Manual Estrada cuyas tapas grises desalentaban cualquier entusiasmo y por los otros, los que fui traficando con maestras y compañeras, los que fueron construyendo ese objeto del deseo que es la lectura. En ellos todo lo humano y lo divino se concentraba en sus páginas y me hacían temblar de emoción. En la escuela, además de las batallas por la independencia y las invasiones inglesas entraba el odio de Ahab por la ballena blanca, el misterioso capitán Nemo de Verne, las chicas Marchs de Mujercitas, los liliputienses de Swift y el detestable Kurtz de El corazón de las tinieblas. Más allá de las ventanas de las aulas, tras sus vidrios escarchados o empañados por la lluvia, yo sabía que latía el desierto con sus arenas resplandecientes o la selva de Quiroga acechaba con sus yararás y sus hombres malditos por el alcohol. La escuela me dio esas visiones que emanaban de las páginas de los libros leídos muchas veces a escondidas. Hay un poema de Stevenson que cita Alberto Manguel, un lector empedernido, en su Historia de la Lectura, que explica estas antiguas sensaciones que me propiciaban los libros: “Así era el mundo y yo era el rey:/ Para mí zumbaban las abejas, volaban para mí las golondrinas”.
La imagen de la Escuela Normal recortándose en el atardecer sobre un cielo rojizo o palpitando en la noche con su cuerpo de monstruo marino es una de las tantas figuritas de mi infancia. La he recortado y la he pegado en el álbum de mis recuerdos.
Ha cambiado mientras tanto, y yo ya no curso la primaria ni la secundaria. Vuelvo a ella al cabo de los años para estar del otro lado del mostrador y a veces, sólo a veces, mientras doy alguna clase en el Polimodal o en el Instituto de Profesorado, creo entrever en el anteúltimo banco a una chica tímida con el pelo enrulado atado en una cola que me mira. Tiene un libro entre las manos.
Al principio intento no reparar en ella y me digo que los años me hacen ver visiones. Pero después me convenzo de que esa que me mira es la niña que fui en la Escuela Normal y que me pide cuentas. Y yo, mientras recorro las estrofas del Martín Fierro o hablo de la locura de Don Quijote, empiezo a tener miedo de haberla traicionado. De verdad, y para eso no tengo respuesta.
Tenía cinco años cuando mi padre me llevó de la mano y me dejó en la puerta del aula de jardín de infantes. Empezaban los años sesenta y esto que estoy contando se lee con las canciones de Elvis y más tarde con las de los Beatles de fondo.
En la escuela aprendí las complejidades de las ciencias y de las letras. Una profesora inolvidable me regaló la lectura del primer Cortázar, un compañero de banco me enseñó a reír a carcajadas y me habló por primera vez de Maiakosvky Con algunos maestros desaprendí, con otros escribí mis primeras cuentos. A los diecisiete me fui con la cabeza llena de esperanzas y de deseos. Más tarde volví, vuelvo siempre porque ahora es mi lugar de trabajo y algunas cosas aún siguen igual. No cambió, por ejemplo, la canción Aurora que se entona en la escuela todas las mañanas, en ese preciso instante de la rosada aurora de la que habla el Quijote. A ese cielo rojizo sobre el que la escuela se recorta me entrego cuando el cansancio me vence, cuando el timbre acecha como un animal marino que llama y llama. Y entonces yo entro no a la escuela de verdad, sino a la otra, la ficticia, la que sigue recorriendo la chica de doce años que fui. Porque hay una escuela dentro de otra cuyos contornos se van diluyendo sobre el cielo de las mañanas lejanas de la infancia.