domingo, 20 de abril de 2008

La vida de los otros: Textos a medida


Siempre me gustó escuchar a la gente contar sus historias de vida. Los relatos autobiográficos fueron el origen de muchos de mis libros. Creo que todas las vidas son interesantes aunque a veces parezcan hechas de pura rutina, porque el hecho de existir es, de por sí, una aventura apasionante que bien merece la pena quedar registrada.
Hay una historia grande, con mayúsculas, que es la colectiva, ¿pero por qué no pensar que las pequeñas historias individuales, que también están llenas de anécdotas apasionantes, luchas desmedidas, días de alegría y momentos memorables merecen quedar para el futuro?
Así, escuchando a la gente, me encontré con un oficio fascinante: la escritura a pedido.
Una familia organizaba una cena en la que se iban a encontrar varias generaciones y era necesario investigar las raíces, hablar de aquellos abuelos inmigrantes que llegaron a hacer la América...
Una sobreviviente del Holocausto quería testimoniar su calvario en los campos de concentración nazi y no podía poner en palabras ese horror...
Un abogado que nació con parálisis cerebral necesitaba dejar el testimonio de su lucha por ganarle a la discapacidad para que sirviera a otros que tenían sus mismos problemas...
Una incipiente empresa familiar necesitaba armar una página en Internet y quería contar la historia de sus ancestros...
Una abuela cumplía ochenta años y sus nietos pensaron en regalarle un libro con su biografía...
Una adolescente cumplía quince años y su madre solicitó un libro original con las mejores fotos de su hija y una historia en la que la adolescente fuera protagonista...
Una mujer pidió el relato de la historia de su casa, que era muy antigua, en la que había pasado momentos mágicos...
Historias todas que se fueron convirtiendo en libros. Algunos publicados por editoriales, otros confeccionados artesanalmente por mi equipo de diseño.
Casi sin darme cuenta me había convertido en una escritora a medida. De la misma manera que mi mamá, una modista de barrio, transformaba en preciosos trajecitos, tapados y blusas a medida las telas que sus clientas le traían. Ella, sentada en las interminables tardes de mi infancia frente a su máquina Singer. Yo, junto a mi computadora escribiendo los recuerdos de la gente que me lo solicita.
Sin lugar a dudas, la única manera de luchar contra el olvido es a través de la palabra y de las imágenes que se van atesorando a lo largo de la vida.
Mi tarea es hacer que la vida de la gente perdure en el tiempo. Así nació Textos a medida, un emprendimiento que comparto con mi hijo Manuel.
En general, los pedidos son regalos sorpresas que los destinatarios suelen calificar como invalorables. Es emocionante ver el impacto que causa recibir como obsequio, el día en que se cumple cincuenta años, por ejemplo, una biografía propia ilustrada con las fotos más insólitas.
El trabajo se hace según las indicaciones de quien lo contrate, con entrevistas a las personas que puedan aportar los datos fundamentales.
Si se trata de una biografía, se recrea el contexto social, cultural e histórico en que esa vida se ha ido desarrollando, y se incluye el árbol genealógico.
Muchas veces, las historias que nos han contado nuestros mayores se van perdiendo a medida que pasa el tiempo. Un libro que las registre interesará a los jóvenes, porque la propia identidad se construye en la búsqueda de las raíces, con ese discurso familiar que es necesario preservar.
Los libros que hacemos tienen la fascinación de las historias pequeñas, las historias de la vida cotidiana. A través de ellos sabemos cómo eran nuestros abuelos, qué aroma tenían los patios florecidos de antaño, cómo se deslizaban los atardeceres de la infancia, cómo eran las costumbres, las modas y los entretenimientos de nuestros mayores, cómo nació determinado negocio o cómo se fundó una empresa.
En sus recuerdos, la gente exhuma la intangible consistencia de la memoria y deja, a través de su palabra, las voces que seguirán resonando en el futuro.

domingo, 13 de abril de 2008

Geografía literaria : Cuartos agregados

Pueblos imaginarios y reales construyen una geografía que el lector viajero visita cada vez que acciona la máquina de leer. Esta nota propone un recorrido por esos territorios que ya están instalados en la cartografía de la literatura.

“Este pueblo donde no he nacido me hizo creer durante mucho tiempo que era el mundo entero”, escribe Cesare Pavese en su novela La luna y las fogatas (1950), en la que su protagonista vuelve al terruño después de mucho vagar por la tierra, y agrega: “Un pueblo se necesita, aunque sólo sea por el gusto de abandonarlo. Un pueblo, quiere decir no estar solo, saber que en las gentes, en las plantas, en la tierra hay algo nuestro y, a pesar de que uno se marcha, siempre nos aguarda”· Como Pavese, los lectores siempre tenemos muchos pueblos a los que volver, todos esos que fuimos visitando al azar de nuestras lecturas.
Construir un mundo, un territorio, una zona geográfica desde donde contar parece haber sido el cometido de tantos escritores que agregaron, a la ya compleja geografía terrestre, las comarcas, los parajes, los pueblos de sus ficciones.
Bioy Casares decía que escribir era agregar un cuarto a la casa de la vida, que es otra manera de decir que la literatura duplica el mundo, imprime a la realidad un nuevo aspecto, la modifica, ejerce sobre ella una insospechada, única percepción del entorno. Inventar, entonces, para agregar un cuarto más a la casa del mundo.
Lugares inventados, soñados o recreados conforman una geografía literaria que, de alguna manera, configura un espacio que se sobreimprime sobre el real.
Como se lo proponía la máquina que Bioy Casares concibiera en su novela La invención de Morel, la literatura proyecta sobre la realidad, una y otra vez, las imágenes de sí misma. En la ficción de Bioy, Morel era un científico obsesionado por la inmortalidad y se había propuesto filmar una estadía con sus amigos en una isla lejana, durante una semana inolvidable. Esa semana se repetía cada vez que las mareas activaban la máquina que era capaz de revivir seres y cosas. Como esa máquina, la literatura opera de la misma manera, refundando una geografía que es posible trajinar a partir de la otra máquina disponible, la de la lectura.
No cabe duda que, sobre los países, las ciudades, los campos, los caminos, las aldeas, suelen proyectarse sus dobles literarios que, si bien no pueden desligarse de los vínculos que se establecen con el ámbito referencial de donde se originan, rearman en la mente del lector aquella manera particular con que un escritor percibió su entorno. Escribir, entonces, para dejar testimonio del mundo.

Acaso podría decirse que un lugar se funda, insospechadamente, a partir de la escritura. La realidad no deja de ser apenas un apunte, un borrador del cual el escritor se apropia, corrige, reinventa. Infinitos territorios literarios modifican el ámbito referencial de donde proceden. En una topografía literaria, Dublín no puede pensarse sin Joyce, Buenos Aires sin Borges, Santa Fe sin Saer, París sin Cortázar, Chacabuco sin Haroldo Conti. “Mi pueblo_ explica Conti en un reportaje_ cada vez va subiendo más a la superficie de mi literatura, por la recuperación que hago de la infancia, claro que en ella es un pueblo fabuloso que casi lo invento”.
En la imaginación del lector, los lugares ya no son los mismos si han sido visitados a través de la lectura. Ingresar a París por la autopista del Sur remitirá para siempre al cuento de Cortázar, en el que un embotellamiento sin explicación abre un espacio donde el tiempo se demora hasta el infinito convirtiendo a la autopista en el símbolo de la vida misma. Este lugar demostrará que la imposibilidad del tránsito es un pasaje a un mundo que tiene otras leyes. En un libro posterior, Los autonautas de la cosmopista, Cortázar volverá a quebrantar los estrechos límites entre ficción y realidad. Incorporará en esta novela _ que es el relato de un viaje que realiza el escritor con su mujer por la autopista entre París y Marsella_ una carta al Director de la Sociedad de las Autopistas para pedirle autorización para la alocada empresa. El escritor no obtiene respuesta alguna de la sociedad comercial que administra las autopistas, no obstante, en una de sus publicaciones, esa misma sociedad había utilizado algunos pasajes de su cuento. Misteriosas inversiones, la autopista real y la de Cortázar, imposible ya pensar la una sin la otra.

Pueblos reales e inventados

“Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Este es un de esos pueblos”, le dice Bartolomé San Juan a su hija Susana. Se refiere a Comala, el pueblo que inventó Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo, una miserable aldea enclavada fuera de la historia, en una tierra de muerte. Comala se divisa desde la altura cuando comienza la magistral novela del escritor mexicano, cuya situación geográfica nunca especifica. La historia de Juan Preciado _que ha llegado a allí a buscar a su padre_, del tiránico y arbitrario Pedro Páramo, de Eduviges, de Dolores y de Susana San Juan transcurre en un territorio impreciso en un tiempo también impreciso, que suponemos va desde 1910, con el inicio de la revolución hasta después de 1920 o 1930. Comala es un pueblo muerto, habitado por las voces de los que alguna vez lo poblaron. Tan real, sin embargo, como que es el territorio de una de las novelas más paradigmáticas del boom.
En este sentido, el Macondo de García Márquez hace muchas décadas y novelas que se ha incorporado a la geografía americana. Este pueblo, donde “el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo” es, por un lado, la transfiguración de Aracataca, _el lugar donde nació el escritor_ pero, también, un espacio mítico que simboliza a todos los pueblos de provincias de Latinoamérica. Y si de mapas literarios se trata, deberíamos seguir con el recorrido. La próxima parada podría ser Colonia Vela. El pueblo que Soriano inventó en No habrá más penas ni olvido, para que se convirtiera en el teatro de la contienda entre distintos sectores del peronismo, es descrito en clave alegórica. En la miniatura de esta comunidad, se revela la conflictiva Argentina de los años setenta, con sus diversas facciones y enfrentamientos. Soriano opera de la misma manera que lo hizo Echeverría en El matadero. Este lugar fronterizo, donde empezaba la barbarie, era el correlato del país rosista. En la novela de Soriano, Colonia Vela es acaso, también, la metáfora de un país plagado de violencia y contradicciones.
En el extremo noreste sur de la provincia de Buenos Aires, pasamos por Coronel Vallejos, el pueblo que, en la ficción, esconde al General Villegas de Manuel Puig. Un pueblo que, además del viento que sopla insistente, está habitado por seres insignificantes, de hablas pueriles, conductas mezquinas y hasta miserables. Puig lo dijo de su suelo natal: “Se tiene la impresión de que quien nace y muere allá, nunca habrá visto nada”. La traición de Rita Hayworth (1968) y Boquitas pintadas(1969) sin embargo, transcurren en esa localidad rearmada sobre sus recuerdos.
Con pedazos de Buenos Aires, de Montevideo, de Rosario, de Colonia del Sacramento, el uruguayo Juan Carlos Onetti construye la mítica Santa María, una ciudad de provincias recostada sobre un gran río. Santa María equivale, en la ficción de Onetti, a Jefferson en el condado de Yoknapatawpha, en la ficción de William Faulkner. La ciudad del uruguayo está interpolada en la realidad por la fantasía un personaje, Juan María Brausen. Yoknapatawpha, es un imaginario distrito en el estado de Mississippi, hecho a la medida de los personajes de Faulkner, cuyo sentimiento de soledad y desamparo deviene de la frustración que se apoderó de un Sur que fue escenario de la derrota con el Norte durante la guerra de Sesión.
Los territorios antes mencionados sólo se encuentran en la cartografía literaria, En otros textos, como en los de Haroldo Conti la escritura refunda un territorio real a partir de la evocación. En los cuentos del escritor desaparecido en 1976, pequeños pueblos de la provincia de Buenos Aires como Chacabuco o Warnes,, recreados por el artificio de las palabras, se vuelven espacios míticos.
Hay una anécdota que el mismo Conti refería. En una cena con el presidente de Ecuador, Rodríguez Lara, y un grupo de escritores, los asistentes se presentaban ante el mandatario diciendo su nombre y el lugar de procedencia. Al llegar el turno de Haroldo, el escritor extendió la mano y le dijo: “Haroldo Conti, de Chacabuco”. Porque él sentía que podía definirse sólo a partir de ese remoto, entrañable lugar donde había nacido y al que volvía una y otra vez en sus textos. Era consciente de que, a medida que escribía sobre el álamo carolina, sobre el tío Hipólito, sobre los tapiales amarillos, el Chacabuco que iba apareciendo en sus textos se volvía fantasmal, territorio de invención, no mera transcripción del original. “Siento una permanente nostalgia por mi pueblo”, solía decir Haroldo Conti, y sabía que en sus textos recuperaba esos espacios sin proponerse una reproducción fotográfica de la realidad, como la que encontramos en la literatura naturalista del siglo XIX. Flaubert, en Madame Bovary, intenta, con meticulosa precisión, un calco exacto de esos pueblos normandos, minúsculos, con sus personajes típicos de vidas monótonas. Pueblos en donde las casas se alinean a la vera de una única calle, rodeados por la campiña, como lo es Tostes y también Yonville, las dos comarcas donde vive Emma junto a su deslucido Charles y desde donde intenta evadirse a través de estrepitosos adulterios.
Don Quijote supo inventar una ínsula para regalarle a su fiel Sancho y, a la vuelta de la novela, recién en la segunda parte, el escudero puede gobernarla efímeramente. Borges pudo inventar su propio sur, el de sus antepasados, el de la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán y el íntimo patio. Y, no conforme con ello, impuso en la realidad a Tlön, mundo idealista, cuyos habitantes ignoran la noción de espacio y cuyas referencias sólo se encuentran en una edición insólita de la Anglo American Cyclopedia.
Hay una plaga, según Rulfo refiere en Pedro Páramo, que llaman la capitana, una hierba que espera a que la gente se vaya de los pueblos para invadir las casas y sumergirlas en el territorio del olvido. Los lectores viajeros que solemos habitar esos textos, impedimos que la capitana avance y los destruya.

lunes, 7 de abril de 2008

HÉCTOR CATTOLICA

(Con Alicia Dujovne Ortiz y Mercedes Sosa el día de la presentación de Cattolica pero anarquisto)
Estoy convencida de que la literatura puede influir y hasta modificar la realidad. Héctor Cattolica me lo demostró en el verano del 2006. Porque, a diferencia de muchas de las personas que conocieron a este talentoso artista gráfico, yo lo descubrí leyendo una novela. Cattolica no fue una referencia en un ensayo, ni en un artículo periodístico. Sino un personaje de un libro de autoficción de Alicia Dujovne Ortiz. Cuando leí Las perlas rojas quedé atrapada por el texto, porque es una novela muy hermosa, en la que hay una narradora que cuenta su vida de escritora errante con mucho humor y una prosa magnífica. Entre los personajes que Alicia pinta con maestría y que encubre con seudónimos, había uno solo que tenía nombre y apellido y que me gustó enseguida: era Héctor Cattolica, un amigo que la autora había conocido en París y con el que había compartido una intensa amistad.
Eso fue lo que primero despertó mi interés, pero más me sorprendí cuando al promediar el libro descubrí que Héctor había nacido en Bragado.
Así fue el comienzo de esta historia. Inmediatamente puse su nombre en Internet y fueron apareciendo los primeros dibujos que conocí de él. Y me gustaron mucho. Más tarde hablé con parientes y amigos de Bragado y fui descubriendo que había sido un artista muy talentoso y una buena persona, querida y admirada por todos los que estuvieron en contacto con él.
En esos primeros tiempos investigué como pude, en largas noches de búsquedas a través de mi computadora. Minuciosas búsquedas que me permitieron ir tras sus huellas.
Desde el principio intuí la fuerza dramática del personaje que tenía frente a mí.
Y luego, cuando comencé a entrevistar a las personas que lo conocieron fui descubriendo a un tipo genial, a alguien al que la vida no le fue fácil pero que pudo contar su manera de ver el mundo y expresar sus ideas con un talento realmente inusual.
Y volviendo a la idea de cómo la ficción se fue entremezclando con mi texto, mientras escribí este libro sucedieron cosas –diría- más que extrañas, casi mágicas. Que Mercedes Sosa viniera a Bragado para rendirle homenaje fue una de ellas.
Con Alicia también sucedió algo fascinante. En su novela ella describe al departamento de la calle Oro, en Buenos Aires donde vive, y un día me encontré en ese mismo departamento haciéndole la primera entrevista. Y aún más, después ella vino a Bragado y estuvo en mi casa, en el mismo lugar donde yo había estado sentada leyendo su novela en la que hablaba del departamento de la calle Oro. Como en una cinta de Moebius, no hay dos lados, sino uno solo, uno puede pasar de un plano a otro, de la realidad a la ficción sin atravesar ninguna frontera.
También ocurrió algo extraño cuando viajé a entrevistar a otra escritora que fue amiga de Héctor: Hebe Solves. Ella me dio su valioso testimonio y, cuando regresé a casa y revisé mi correo electrónico, el poeta Máximo Simpson, a quien había conocido en un encuentro de escritores hacía unos días y al que le comenté sobre el libro que estaba escribiendo, él me respondía que había conocido a Héctor en casa de Hebe Solves. Ese mismo día en que yo había estado con ella. Y lo curioso, además, era que él lo recordaba no como artista gráfico, sino como poeta.
El sólo nombre de Héctor fue una llave que me fue abriendo puertas. Bastaba que llamara por teléfono o enviara un mail a uno de sus tantos amigos para que me permitieran entrar en sus recuerdos y así iban apareciendo pequeños fragmentos de su vida y de su obra.
Por eso, a la hora de armar el libro, lo pensé no sólo como una biografía sino como la historia de una búsqueda, el armado de un rompecabezas al que le iban faltando piezas y que debía, de alguna manera, sustituir con sus dibujos.
Héctor fue protagonista de algunos sucesos muy importantes del siglo XX como fueron las revueltas del mayo del 68 en París. El participó activamente con sus afiches, pues en esos días, las paredes hablaban, conformaban un gran texto donde se entrecruzaban discursos críticos sobre las instituciones y se expresaban ideas revulsivas.
Gracias al director del diario La voz de Bragado, tuve acceso a un reportaje que le hizo esa publicación en 1969, en el primer regreso de Héctor. Todavía tenía en los oídos la revuelta estudiantil y explicaba la idea que por aquel entonces él tenía de lo que era ser un artista:
“El artista – decía- no es ningún pequeño dios, sino un hombre como todo el mundo a quien las contingencias y el medio no ahogaron sus aptitudes naturales. Porque todos pueden ser capaces de realizar un trabajo creador, transformar el sol en un prisma, deshacer la luz, hacer colores y emplearlos para reconstruirse a sí mismo bajo otra forma. Muchos, gracias a los que han hecho de la literatura una estatua, son los que mueren sin tener arte ni parte. Todo creador debe combatir para que el hombre alcance un conocimiento por todos los medios legales e ilegales, ya que debe ser un revolucionario.”
Hablé con muchas personas, todos coincidieron en que Cattolica era un artista verdaderamente talentoso. Alicia me lo regaló en su novela, pero después fue desgranando la mayoría de las anécdotas que aparecen en este libro. De modo que este libro existe gracias a ella, al homenaje que le hizo a su amigo desde la ficción. Cuando uno escribe siempre tira una botella al mar, y alguien, inevitablemente la recoge. Y por causalidad yo estaba en la orilla exacta donde apareció flotando.
También fue de mucha ayuda la revista New Internationalist en la que Cattolica colaboró durante casi diez años.
NI es una revista de Oxford, Inglaterra, que aborda temáticas relacionadas con la injusticia, la pobreza y las diferencias existentes en el mundo. Sus artículos analizan las relaciones entre la riqueza y pobreza, las cuestiones sobre inmigración, y aporta ideas y soluciones sobre cómo accionar para luchar por un desarrollo mundial más justo. Eran las ideas que compartía Héctor. Cuando escribí a su editor, este me dio el correo de un redactor de aquella época, Peter Stalker que le encargaba los dibujos para ilustrar las notas de tapa. Peter trabaja ahora en Indonesia y desde allí me mandó un texto muy emotivo sobre su relación con él. Recuerdo que en el último párrafo decía que cuando estaba en su casa en Oxford siempre se despertaba mirando un afiche de Héctor que tenía en su cuarto. Así que le pedí que cuando viajara a Inglaterra lo fotografiara y ahora ilustra el libro.
Una biografía es, inevitablemente un texto polifónico. En mi libro están las voces de todos los que quisieron recordarlo. Amigos y conocidos de Bragado, poetas, periodistas y artistas plásticos vinculados en distintas épocas. Fue un verdadero lujo hacer este libro: hablar con un pintor tan importante como Luis Felipe Noé en su casa taller de Buenos Aires, rodeado de su obra maravillosa, dialogar con Quino, el genial creador de Mafalda, cruzar mails con los editores de la revista New Internationalist, con poetas reconocidísimos como Máximo Simpson o Luisa Futoransky. Hablar a París y escuchar sus rumores a través del teléfono. De todo hubo en esta búsqueda. Ahora, Mariano Gerbino proyecta una película sobre Cattolica. La historia, entonces, continuará.